Nos imponen el síndrome de la impostora
Para muchas mujeres, sentirse como una extraña no es una ilusión, es el resultado del sesgo y la exclusión sistémicos.
Dudar de las propias aptitudes es una realidad más común para nosotras las mujeres que para muchos varones. Quiero iniciar este escrito con la siguiente pregunta: Mi niña, ¿cuántas veces has dudado de tus propias capacidades en la escuela o en tu trabajo, o peor aún, de demostrar tu talento, ese que crees que te hace tan especial?
Quiero responder con mi propia experiencia. He dudado tantas veces de mí misma, que incluso dudo si debo postularme a espacios o trabajos porque creo que soy incapaz de que me acepten y cuando ya estoy dentro de ellos, siento que van a echarme porque "no doy la talla" como para mantenerme ahí.
Luchar contra mis propias inseguridades, sobre todo las operativas y las creativas, incluso me ha arrebatado el sueño más de una vez y no, no lo digo de manera metafórica. Cuando siento que se me escapa el sueño, es porque hubo un breve momento durante el día que me hizo cuestionarme si de verdad sirvo para cualquiera de las tareas que me encomendaron para ese día. Estoy segura que no soy la única que se siente así.
El síndrome del impostor tal y como lo conocemos
Llamamos síndrome de la impostora a nuestra tendencia a “dudar de las habilidades propias o sentirse como un fraude ante determinada tarea”. Este afecta el rendimiento de la persona, haciéndoles difícil aceptar sus propios logros.
Para las psicólogas Suzanne y Pauline Rose Clance, el síndrome del impostor está más marcado en las mujeres. Por eso, crearon un concepto más claro en 1978: fenómeno impostor, con el que explican que, pese a sus logros académicos y profesionales sobresalientes, las mujeres que lo experimentan creen que no son brillantes, capaces y que, por el contrario, han engañado a sus seres cercanos respecto a su talento y habilidades. Sus hallazgos estimularon décadas de liderazgo intelectual y programas que lo abordaron. Actrices como Viola Davis y empresarias como Sheryl Sandberg o Michelle Obama confesaron haberlo experimentado alguna vez.
Además, datos de Google Trends indican que se ha buscado más de 5 millones de veces el término “síndrome del impostor” o más bien <<impostora>> en Google. Los consejos que el buscador brinda son: prepararse más, leer, asistir a conferencias, pagar estudios especializados como maestrías, diplomados, recitar logros frente al espejo y más. Pero sabemos que hay espacio para cuestionar este fenómeno como la razón por la que las mujeres podemos sentirnos inclinadas a desconfiar de nosotras mismas.
Existe una relación entre el racismo sistémico, el clasismo, la xenofobia y otros sesgos en la creación del concepto. No es de extrañar que grupos marginados fueran excluidos del estudio, como las mujeres afrodescendientes, aquellas con menor nivel socioeconómico o estudios básicos. Hasta hoy se culpa a las personas por no desarrollar ciertas habilidades sin tomar en cuenta sus contextos históricos y culturales, que son fundamentales para la forma en la que se desarrollan las mujeres racializadas y las mujeres blancas. El síndrome del impostor obliga a las mujeres a dimitir en puestos de trabajo, lugares en la academia, clubes deportivos y otros, en lugar de asegurarse de que se les brinden espacios dignos para estimular su desarrollo se les pone en duda sus capacidades una vez que son admitidas.
Algunos experimentos muestran que las mujeres tienen menor preferencia por ambientes competitivos y son menos propensas a autopromocionar sus habilidades que los hombres. Estos patrones, además, afectan su trayectoria laboral, pues reducen su disposición a asumir riesgos durante la búsqueda de empleo obligándolas a aceptar ofertas más rápido que los hombres, a pesar de ser poco atractivas. Eso sin contar que sus aspiraciones salariales suelen estar por debajo de las del hombre, así como su escasa disposición a negociar salarios o aceptar promociones.
Sentirnos inseguras no debería convertirnos en impostoras
El síndrome del impostor tomó un sentimiento universal de incomodidad, dudas y ansiedad en espacios como la escuela o el trabajo y la sociedad lo patologizó, especialmente en mujeres. A medida que los hombres progresan, sus sentimientos de duda se desvanecen, toman modelos a seguir y rara vez cuestionan su competencia. En las mujeres sucede a la inversa, esta etiqueta es difícil de llevar. Incluso aunque las mujeres demuestren fuerza, ambición y resiliencia, sus batallas diarias contras las microagresiones, especialmente las expectativas y suposiciones formadas por estereotipos y racismo, a menudo las empujan hacia abajo.
“Quién se considera 'profesional' es un proceso de evaluación que está sesgado culturalmente”, dijo Tina Opie, profesora asociada de Babson College, en una entrevista reciente. Cuando los empleados de entornos marginados intentan mantenerse a la altura de un estándar que nadie como ellos ha alcanzado (y que a menudo no se espera que puedan cumplir), la presión para sobresalir puede volverse demasiado difícil de soportar. La mujer latina que alguna vez estuvo comprometida de repente se calla en las reuniones. La mujer que proviene de la India y que era una candidata segura para el ascenso, recibe comentarios vagos sobre la falta de presencia de liderazgo. La mujer trans que siempre hablaba, ya no lo hace porque su gerente hace comentarios insensibles al género. La mujer negra cuyas preguntas una vez ayudaron a crear mejores productos para la organización, no se siente segura de aportar comentarios después de que le dijeron que no es una jugadora de equipo.
El síndrome del impostor prevalece especialmente en culturas sesgadas y tóxicas que valoran el individualismo y el exceso de trabajo. Sin embargo, la narrativa de “arreglar el síndrome del impostor de las mujeres” ha persistido, década tras década. La respuesta para superar el síndrome del impostor no es arreglar a las personas, sino crear un entorno que fomente una variedad de estilos de liderazgo y en el que las diversas identidades raciales, étnicas y de género se consideren tan profesionales como el modelo actual, que Opie describe como “eurocéntrico, masculino y heteronormativo”.
Es imperativo que los y las líderes creen una cultura para las mujeres que aborde estos sesgos. Sólo así se podrán reducir las experiencias que culminan esta idea preconcebida y que ayude a sus integrantes a canalizar las dudas, el desarrollo de habilidades blandas y duras hacia una motivación positiva que fomente una cultura tanto de apoyo como de crecimiento.
Así que, querida Ruda que nos lees, si alguna vez te has sentido incapaz, incompetente o incómoda en el desarrollo de tus habilidades y/o talentos, quizá tenga más que ver con el sistema que nos rodea que contigo. No olvides que lo estamos haciendo bien y con las herramientas que tenemos a nuestro alcance.