“Mi vida es más que una violación sexual”

No olvido a quién violo lo que una vez fue mi cuerpo pequeño, perdono porque mi cuerpo y mi vida es más que una violación sexual.

3 E´

Hay momentos históricos en la vida de una misma; en mi caso ha habido algunos que me han dejado anclada a la tierra; desnuda, entre el fuego y bajo la lluvia que no para. En este texto quiero empezar escribiendo lo que significó ser sobreviviente de violencia sexual y a partir de allí, nombrarme-aceptarme lesbiana feminista.

Pero antes de eso quiero hacer un recorrido por el transitar del ser niña, haber sido una adolescente suicida y con adicciones, llegar al perdón propio, transitar la rabia, la depresión, la tristeza y entender que el sanar es un camino infinito, con vueltas, reveses y también contradicciones-descubrimientos. Entender que la violencia es algo estructural y algo por lo que transitamos todxs los seres humanos más allá de nuestro género, raza, privilegios u ausencia de ellos, orientación sexual e identidad.

Voy a empezar por pedirle una disculpa a Luz (nombre ficticio por respeto a nuestra memoria de niñas), ella fue la primera niña de la que me enamoré, pero también la primera a la que le jalé el cabello y pegué contra la pared cuando me levanto la falda del colegio sin permiso. Luz era mi mejor amiga, pero también era quien me gustaba y eso no lo entendía.

–A las niñas le gustan los niños-…

Eso que constantemente repetía dentro de mi cabecita y en silencio, aunque no se lo dijera a nadie. A Luz la quería, pero también la odiaba porque odiaba sentir algo que era negado y pecado. Competí contra ella por ganar medallas en el colegio cuando lo que realmente deseaba era demostrarles a mis abuelos que era una niña brillante, para que no les importará que me vistiera como “un niño, un machito”, como me decían. Pensar que siendo brillante haría que la gente me viera de otra forma, más allá del cómo me vestía. A Luz nunca la volví a ver, fue mi primer amor, pero también mi primera interpelación personal de violencia y misoginia internalizada cuando inicié procesos de sanación para adentrarme en mi propia historia de violencia sexual.

Así tendría muchos ejemplos de cómo me ha atravesado ser mujer, pero también ser lesbiana y hacerme feminista. Aprendí a querer con el patriarcado en la piel, desde la heteronormatividad. Quitarlo e interpelármelo me ha dolido mucho durante los últimos años, pero también me ha dejado en la mejor etapa de mi vida hasta hoy.
Así llegué a la adolescencia con esa misoginia no nombrada, ese amor-odio por las mujeres. Estudiar en un colegio católico en los peores años de caos y del despertar del reconocimiento de la violencia sexual en mi cuerpo. Aún tengo presente aquellas palabras de Valentina (nombre ficticio por respeto a nuestra memoria de adolescentes) quien fue mi otra mejor amiga y acompañante de borracheras y días sin parar entre alcohol, lágrimas y depresión mientras llegábamos cayéndonos al colegio:

-¡Mi hermano me viola todas las noches!

Su cara derrumbada, la canción aquella que poníamos en modo repetición todas las veces que parábamos llorando. Verme al espejo y decirme:
-¿Entonces a mí también me violaron?

Una y otra vez, día tras día. Hundirme en el dolor, tratar de disociarme, de ahogar en el alcohol todo eso que no podía sacar de mi cuerpo. Querer cerrar los ojos y nunca despertarme. Eso que mi muñeca derecha ha vuelto un jardín de flores.

– ¿Cómo le digo a mi mamá esto?

La voy a matar.

– ¿Cómo enfrento a toda mi familia?

Talvez no me pasó, talvez estoy equivocada.

Romper el silencio, cuando romperlo significa que todas tus relaciones familiares se van a destruir y la mayoría de veces se destruyen, aunque hace rato ya se destruyeron cuando alguien de ese hogar toca y rompe tu templo, tu cuerpecito de bebé.
Aquí, pienso en mi madre, en su fuerza de tigresa Ix’ con la cría entre sus dientes para defenderla del mundo. No puedo evitar llorar mientras escribo esto. Mientras hago el recorrido histórico de lo que significa transitar las violencias que te traviesan el cuerpo y las cuáles también podes reproducir.

Me detengo un poco y hago la reflexión:

Romper el silencio significó solo el principio de la caída del iceberg, porque hablar también significa caer en roles de víctima. Esos en los que caí una y otra vez. Romper significa que todo alrededor tuyo se rompe, sentir en el cuerpo rabia, enojo o tristeza profunda. Disociarte, entender cómo funciona el cuerpo luego del post-trauma y quizás para toda la vida.
Romper esto hace 14 años fue un camino largo, violenté mi cuerpo a través del alcohol, mis relaciones y mis formas de estar en el mundo. Caminé mucho para entender como la violencia sexual ejercida por el que en algún momento ocupaba un lugar de padre marco mi ser lesbiana; tener miedo de tocar a otra, de querer a otra, de entender en mi cuerpo que el amor entre mujeres existe y que lo que una vez fue un acto de violencia con otras hoy puedo resignificarlo desde otro lugar. Disculparme conmigo por ello; perder la vergüenza, la culpa, porque era una niña, disculparme en el ahora con las otras que ya no están en mi vida pero nunca pude nombrárselos. Actuarlo desde mi afectividad y vínculos, una afectividad sana y reparadora.

Hacer mi propia memoria histórica de la repercusión estructural de la violencia como forma de sobrevivencia al haber gritado, alzado la voz, patear la rabia a media calle, callarme cosas y quizás que al haberlas hablado o haberme ido de lugares a tiempo no hubieran herido a lo que amaba y quería en su momento. Cuando quise decirles a mis amigas, madre, hermanas como ser feministas, cuando quería que se hicieran feministas, cuando no entendía que ellas serian lo que necesiten ser para sí mismas. Cuando sentí competencia contra otras por sobresalir más que yo y lo que realmente necesitaba era tener confianza en mí para recuperar mi autoestima que había y habían destruido. Cuando mis vínculos lésbicos eran la reproducción del heteropatriarcado y no sabía querer, acompañar y amar sanamente más que desde los patrones de codependencia y poder que aprendí desde dónde me críe. Cuando hablé de otras con otras, cuando pude sentarme a hablar de frente, ver a los ojos y hacerlo con amor. Cuando creí en chismes, diretes y difamaciones de otras y no tuve el valor o la sororidad de pararlo y decir:

– Eso no está bien entre nosotras.
– Cuando dije –aquella es muy gorda, es indígena, es muy delgada, blanca, rubia, maquillada, velluda, necia, gritona, mal hablada, vulgar, cualquiera, puta, aprovechada…

Cuando no sabía que mis palabras, racismo internalizado, clasismo heredado, misógina y acciones de violencia podían herir a otras, cuando no conocía el feminismo y no me había tocado la piel, el cuerpo-territorio, el llanto y el camino del sanar la propia violencia sexual que nunca podré borrar pero que por mucho tiempo me arrastraron a oscuridades que marcaron mi vida.

Transité esto y sobre todo transité la rabia, porque transitándola fue la única forma de mantenerme en pie, sobreviviendo. Nunca pinté paredes, quebré cosas, pero me quebré a mí misma y quebrarme en pedazos me hizo reconocer que en esos escombros necesitaba buscar otras formas de hacerme mi propia justicia porque la justicia de que mi familia externa me creyera nunca llegó y quizás nunca llegará. Pero entender que él, quien una vez fue mi amigo, mi familia y el abusador, ahora no es más mi abusador porque ya lo fue suficiente tiempo de mi vida.
No puedo olvidar lo que paso, mis tatuajes y la piel que me ha cambiado, me recuerda todos los caminos que transité, que sigo transitando, sanando. Esos en los que aún a veces vuelve el miedo. Pero esos que me recuerdan que aprendí a no disociarme de mi presente y a estar más presente y propia de mi cuerpo, a querer y amar mejor. A recuperar mi vida, despertarme y sonreír. A reconocer que soy la feminista que necesito ser para mí, que el feminismo me salvó pero que sobre todo decidí a salvarme a mí de una vez por todas, a asumirme desde mis oscuridades, desde mis errores y de las cosas que hoy puedo hacer mejor. Desde mi digna rabia sanadora.

El mundo, las calles y los territorios allá afuera están siendo ocupados por las mujeres, mujeres que gritan ¡a mí también! ¡el violador eres tú! ¡yo te creo! ¡ni una menos! Porque ese momento es ahora, porque toca nombrar el silencio histórico que acallo las heridas profundas de la violencia y la violencia sexual. Pero también toca asumir que viene después de gritar, que más hay cuando la justicia legal no va a llegar, que ha sido la violencia sexual en la historia de la humanidad; en los cuerpos de las mujeres y de todos los seres humanos.

¿Qué viene después de la rabia?

¿Qué hay después del llanto?

¿Qué haremos durante y después del dolor?

No puede existir un mundo sin hombres, no puede existir un mundo sin mujeres.

¿Qué mundo necesitamos ahora que se está rompiendo todo?

Nombrar al violador, al abusador es necesario. Perdonar es una decisión propia y hacerlo no significa volver, olvidar, significa liberar, soltar y abonar a la tierra lo que una vez nos intentó arrancar nuestras raíces.

No olvido a quién violo lo que una vez fue mi cuerpo pequeño,
perdono porque mi cuerpo y mi vida es más que una violación sexual.

Este texto es un inmenso agradecimiento entre lágrimas, fuego y tantas terapias recibidas por las mujeres, ancestras, abuelas mayas y mestizas por haber abierto el camino en Guatemala para sanar la violencia sexual histórica luego del conflicto armado interno; por habernos enseñado que otras justicias son posibles y otras formas de vivir también, a todas esas mujeres que sin tener que ponerles nombre y apellido me acompañaron y siguen acompañando entre sombras, caídas, baches, revisiones personales y dolor pero también en la recuperación y renacer de esta otra vida, MI VIDA “porque hoy es mía”, abrazando el placer, el erotismo y la alegría.

¡Gracias mujeres, gracias abuelas!……

Si nosotras nos hacemos cargo, ustedes como hombres también necesitan hacerse cargo. El mundo es de todos, sanar es para todxs.

No necesito nombrarme en este texto,
porque reconocerme adentro de mi es lo más revolucionario
que la vida, las montañas y el fuego me regalo.

Reconocerme adentro de mi es lo más revolucionario
que la vida, las montañas y el fuego me regalo.

ESTOY VIVA.

Celeste Mayorga

A los 19 años me enteré que mi historia familiar también había sido atravesada por la memoria histórica de Iximulew, Guatemala. Investigadora social porque la memoria de mi abuelo me llevó allí, artista visual porque el arte puede generar nuevos tejidos sociales, fotógrafa del atardecer; lesbiana-feminista y disidente sexual porque lo personal es político, bruja ante los poderes que me heredaron mis ancestras para sanar mi propia historia, la de la violencia sexual. RUDA es mi ofrenda como mestiza y un tributo para mis linajes que no pudieron sanar. Su fuego vive en mi pecho. Soy también parte del equipo de Centro de Formación, Sanación e Investigación Transpersonal Feminista Q’anil como Coordinadora de Memoria Histórica.

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