Por experiencias de aprendizaje libres de acoso
Escrito por Ana Lucía Ramazzini Morales
El acoso en las universidades no es un hecho aislado, es una expresión de poder patriarcal que atraviesa a las instituciones educativas. Lo que debería ser un espacio para pensar, aprender y crear, se convierte para muchas mujeres en un territorio de riesgo y violencia. El acoso conlleva efectos psicológicos necesarios de visibilizar. La reciente investigación del Observatorio Contra el Acoso Callejero Guatemala (OCACGT) lo evidencia con rigurosidad: estudiar sin acoso todavía es un derecho pendiente.
Ana Lucía Ramazzini Morales
Contar con estudios y datos nos permite comprender que las experiencias de violencia que enfrentamos las mujeres no son hechos aislados ni situaciones individuales, sino problemáticas sociales sostenidas en un sistema patriarcal y reproducidas por las instituciones. Ese es el caso de la reciente investigación titulada Efectos psicoemocionales del acoso sexual y callejero en la vida de mujeres estudiantes universitarias (Guatemala, 2025), elaborada por el OCACGT, una colectiva que desde hace varios años ha impulsado el debate público sobre esta forma de violencia.
Son múltiples los hallazgos necesarios a destacar en esta investigación, desarrollada tanto en las universidades privadas como en la única universidad pública del país -la Universidad de San Carlos de Guatemala-, donde se reportan más de 700 casos de acoso principalmente contra estudiantes entre 17 y 30 años.
Lo que debiera ser un espacio seguro para la enseñanza-aprendizaje es, por el contrario, un lugar de riesgo. Las aulas, los salones y laboratorios, los pasillos, las cafeterías y las plataformas virtuales resultan ser los escenarios de mayor acoso, donde predominan las figuras masculinas de autoridad como los principales perpetradores.
Miradas lascivas, comentarios sexualizados, contacto no consentido, acercamientos invasivos, exhibicionismo en videollamadas o la difusión de material íntimo sin consentimiento son algunas de las formas más comunes de acoso que se reportan. Estas prácticas revelan una violencia bajo la lógica de la masculinidad hegemónica y la impunidad institucional, ya que -según el propio estudio- las denuncias suelen ser minimizadas o ignoradas, especialmente cuando provienen de mujeres indígenas, jóvenes o disidentes sexuales.
El eje central de la investigación se enfoca en los efectos que el acoso sexual y callejero provoca, ya que vulnera no solo el derecho a una educación de calidad, sino también el derecho a la salud integral. A nivel psicológico y emocional esto se evidencia en el miedo y estrés persistente, la ansiedad, insomnio, el sentimiento de culpa y la hipervigilancia constante. A nivel social se refleja en la ruptura de vínculos, el aislamiento social y la desconfianza interpersonal. A nivel físico, en la tensión corporal, el agotamiento, alteraciones en la movilidad y rutas, el bloqueo o parálisis ante situaciones de peligro.
El acoso sexual también trastoca la libertad académica, pues varias de las entrevistadas plantearon que el temor y el malestar derivado de este, provocó el abandono de espacios, la reducción en la participación o el desempeño académico. Muchas, además, debieron reorganizar sus tiempos para continuar con sus procesos formativos.
De este modo, la universidad -un lugar para pensar, aprender y crear- se convierte en un territorio de vulneración de los derechos y normalización de la violencia; y esto se constituye en la “experiencia de aprendizaje” de muchas mujeres universitarias, de las pocas que logran llegar a la educación superior.
La investigación también resalta que muchas mujeres universitarias han encontrado “en la sororidad un camino posible para la sanación y la acción colectiva”. Esto ha sido una constante histórica para resistir y enfrentar el sistema patriarcal. No obstante, no puede seguir siendo el único camino. Como plantea en sus recomendaciones, se necesitan respuestas estatales e institucionales para la prevención, atención, sanción, reparación y erradicación del acoso que se vive; y de esta manera garantizar que el espacio educativo sea de cuidado y dignidad, donde se estudie, se aprenda, se enseñe sin miedo ni riesgo.
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Ana Lucía Ramazzini Morales
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