¿Cómo le explico a mis hijos que no llegaré a casa porque me enviaron a prisión?
Por Eva Siomara Sosa Pérez
¿Cómo le explico a mis hijos que no llegaré a casa porque me enviaron a prisión?, fue lo primero que me vino a la mente cuando el juez tercero de Instancia Penal, Geisler Smaille Pérez Domínguez, me mandó a prisión provisional el martes 15 de febrero de 2022, a pesar de que desde el jueves 10, cuando ordenó el allanamiento de la casa de mi madre, de 80 años, y se hizo pública la detención de mi abogada defensora, me presenté voluntariamente ante el “honorable juez” y me puse a disposición.
No era necesario explicárselo a mis hijos, pues saben quién es su madre. Saben bien que provengo de un hogar muy pobre, que me superé con esfuerzo y trabajo honesto. Saben mi historia. Que a los 20 años ya era mamá, y tenía la certeza de que siendo madre soltera y trabajando como perito contador, no saldríamos adelante. Así que me matriculé en la jornada nocturna de la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC). Al terminar mi horario de oficina emprendía la travesía hacía la USAC, trasbordando tres camionetas. Mi compañera de ruta estudiaba Derecho y en uno de esos viajes vi que llevaba la “Antología de la Historia de Guatemala”, que capturó mi atención, se la pedí prestada y después de leerla decidí que quería ser abogada; encontrar la manera de hacer un poco más justo el mundo que me rodeaba.
Al cambiar de carrera renuncié a mi trabajo y en 1996 empecé como procuradora en un despacho de abogados. “Eres la mejor”, me decía mi jefe. A pesar de que al principio los abogados no confiaban que una niña de 21 años pudiera confeccionar escrituras, vieron que era capaz de hacer todos los trámites burocráticos. Me gradúe en el 2003, cuando ya tenía a mi segunda hija, esa niña que me acompañó desde la panza en mis caminatas por los tribunales y estudió conmigo para los exámenes de la carrera.
Aunque había trabajado en lo civil y mercantil, el derecho penal despertó mi pasión en la universidad. Uno de los catedráticos, el mejor, Estuardo Gálvez Barrios, me hacía razonar sobre la mente de los criminales y las teorías sobre si al delincuente lo hace la sociedad y hasta qué punto inciden los factores patológicos, también sobre las pruebas periciales, etcétera. Así se fue configurando mi sueño de ser fiscal del Ministerio Público (MP).
Después de graduarme, tuve la oportunidad de trabajar en gobiernos municipales, pero mi corazón seguía en el MP. En el 2007 me presenté a un concurso público por oposición (para ese momento ya era madre de mi tercer hijo), después de superar todas las pruebas psicológicas, pedagógicas, físicas y de conocimiento, en el 2009 ingresé a la Supervisión General. Desde ahí, en efecto, empecé a conocer casos de corrupción interna, acoso sexual y discriminación, muestras de una cierta podredumbre institucional. Después me encargaron la Fiscalía de Asuntos Internos, donde además de delitos como cohecho, falsedades, estafas y peculado, conocí un caso de violación.
En ese momento de mi vida entendí cómo se manejaba la burocracia en Guatemala y me empezó a dar mucha rabia. Conocí directamente causas fundamentales del porqué en las escuelas no hay agua potable o pupitres decentes; o en el Hospital San Juan de Dios, donde mi hermana, siendo niña, estuvo internada por quemaduras graves, no había medicina y mis padres tuvieron que comprarla, y porqué en la USAC se hacían grandes campañas para elegir al decano de Derecho, quien después se volvía rector y pasaba a presidir Comisiones de Postulación de magistrados de las altas Cortes. El dinero del pueblo era desviado por esos intereses mezquinos de las personas que optan por hacerse millonarios viendo morir a su pueblo.
En 2014 me propusieron trabajar en la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI). El responsable me dijo, “Me gusta tu trabajo, eres comprometida y quiero que hagamos un buen equipo”. Me asignaron casos por narcotráfico, muchos de fraude en las municipalidades de Antigua Guatemala, Sacatepéquez; Chicamán, Quiché; y San José, Escuintla. También casos en contra de jueces corruptos que cobraban Q250 mil para cambiar el delito de asesinato a encubrimiento, dejando libres a los responsables; robos millonarios en los ministerios, como el de los Q100 millones en Gobernación, pero eso sí, para las patrullas no había dinero, ni siquiera para comprar combustible ni llantas, mientras los policías pedían dinero a la ciudadanía para mover las unidades.
Mis hijos sabían cuál era mi trabajo en el MP. Sin darles detalles, les contaba que investigaba casos de corrupción, explicándoles que esta empieza por actos muy sencillos que se meten en nuestro diario vivir, como colarse en una fila, darle “mordida” a los agentes de tránsito o pedirle a un catedrático aprobar una materia a cambio de algo. Los exhortaba a promover cambios desde cada espacio en el que participaran, pues con esos pequeños actos podríamos provocar poco a poco una ola de cambio superior. Es nuestra decisión en qué país queremos vivir. Con conceptos y ejemplos jurídicos, lo mismo les explicaba a mis alumnos de la universidad, donde daba clases los sábados.
La joya de la corona para mí fue el caso Odebrecht. Investigamos el soborno de casi 19 millones de dólares que los dueños de la empresa dieron a diputados del Congreso de la República, al ministro de Comunicaciones, Alejandro Sinibaldi, y al precandidato presidencial Manuel Baldizón. Descubrimos que Sinibaldi y Baldizón tenían cuentas en el extranjero en las que guardaban mucho dinero, producto de sobornos, no solo de este caso, por supuesto. Mi gran “pecado” fue solicitar la inmovilización de esas cuentas mientras se terminaba la investigación para pedir la captura de ambos, que se encontraban prófugos (estuvieron en esa condición por mucho tiempo), ya que esto les limitaba su cómoda condición económica que les permite vivir una vida muy placentera, incluso estando prófugos.
Después de que el presidente Jimmy Morales expulsó a la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG); en septiembre de 2020, la FECI fue desarmada y empezó la persecución de las y los fiscales que habíamos trabajado ahí. Por órdenes directas de la fiscal general Consuelo Porras, la Fiscalía de Asuntos Internos quiso obligarme a hacer declaraciones falsas en contra de quien había sido mi jefe, Juan Francisco Sandoval Alfaro.
Cenando en casa con mis hijos, el viernes 5 de noviembre de 2021, recibí la llamada urgente de un fiscal de Asuntos Internos, quien me dijo que tenía órdenes directas de proceder en mi contra si no me volvía colaboradora eficaz. Desde ese momento supe que iban tras de mí, porque jamás me iba a prestar a declarar falsedades. Así empezó mi batalla legal y por pedir una audiencia para reunir las causas, en respuesta obtuve una orden de captura exprés.
Esa orden de aprehensión se conoció el 10 de febrero de 2022, el mismo día que me presenté ante el “honorable” juez tercero. No cabe duda de que todos los intereses ya se habían acomodado. A los querellantes en mi contra –la Fundación contra Terrorismo, la PGN y el MP, no les interesaba que me entregara voluntariamente, pues así no podrían verme esposada. Volví al Juzgado el siguiente día, hasta que el 15 de febrero de 2022, cuando se encontraba la audiencia de primera declaración de mi abogada, ante la negativa del “honorable” juez de recibirme, yo misma busqué una estación de la policía y pedí que me capturaran. Vestía un traje negro sastre y calzaba tacones, como toda una abogada que salió ese día a una audiencia y regresaría a casa. No fue así. El “honorable” juez tenía mucho trabajo y no pudo atenderme, así que me mandó a la prisión de mayor riesgo de Mariscal Zavala y me citó para el 18 de febrero. Pero suspendió la audiencia, así, en repetidas ocasiones, hasta el 8 de marzo de ese año.
El día que me ordenaron la prisión y no regresé a casa, mi hermana estaba allí. Se quitó los tenis y los cambió por mis tacones. Me quitó la cadena que siempre llevo conmigo con las medallas de bautizo de mis hijos y los aretes. Yo no podía hablar. Iba directo a la prisión donde estaban todos los personajes presos por mis investigaciones. Pero no era eso lo que más me afectaba. Por mi mente se cruzaba la pregunta “qué van a pensar mis hijos, mi madre, mi familia”. Me salieron unas pocas palabras y logré decirle a mi hermana que por favor les explicara a los patojos. Ella me respondió, “Nada qué explicar Siomara, creemos en ti”.