Una mujer y una vida entera buscando libertad

Por: Jimena Cascante Matamoros

Llevaba años siendo su mejor amiga y por eso María la conocía mejor que a cualquier otra persona. Se escaparon juntas de clases, le escondieron los juguetes a sus hermanos, se cayeron de la bicicleta, ocultaron los exámenes con malas notas a sus padres. Y miles de veces se habían acostado juntas en la cama, a veces riendo y otras veces llorando.

Un día, después de uno de los famosos regaños de su mamá, María abrazó a su amiga y de pronto se acariciaron el pelo. Y estando en la cama, como tantas otras veces, se animó a acercar sus labios a los de ella.

En el momento en que sus labios se tocaban se abrió la puerta del cuarto. Las dos se levantaron de golpe, a tiempo de ver como la cara de su mamá se ponía roja. Ella no supo si por vergüenza o por enojo. Aunque más tarde sabría que, sin dudas, se trataba de un enojo tan grande que la arrastraría por años.

A partir de ese día el tono blanco de la cara de su madre nunca más volvería a ser igual de claro. Era como si se hubiera convertido en otra mujer, una que no perdonaba.

Su mejor amiga salió de la casa sin decir una palabra y nunca más hablarían de lo que sucedió ese día. María se quedó en su casa esperando los gritos de su madre, pero no llegaron sino hasta varios años después, cuando ella tenía aún más ganas de ser libre.

Ser una más del montón

Maria nació en la década de 1930. Era la mayor de 8 hermanxs con las expectativas, las alegrías y los dolores que eso trae.

Su madre la llamó María. Era una María más en una familia de Marías, en un país de Marías, en un subcontinente de Marías. También creció con una mamá de esas de las que Latinoamérica está llena: una mujer que cría lxs hijxs de un padre ausente.

Doña Lía crío a casi una decena de niñxs y les sacó a todxs adelante. Era una mujer de carácter fuerte, de contextura robusta y de risa fácil. María creció ayudándole con el cuidado de sus hermanxs, atendiendo a los hombres y aprendiendo a jugar naipe con las mujeres.

Las mujeres de la familia fortalecían la complicidad con la baraja en la mano y sentadas alrededor de una mesa en donde los silencios no existían, excepto cuando Doña Lía hacía trampa. De eso sí que no se podía hablar.

María creció viendo a su mamá sacar a la familia adelante, sin preocuparse de si un hombre estaba a su lado, si iba, venía, o se quedaba. También aprendió que el honor de la familia siempre se defendía. Por eso, muchas veces vio a sus hermanos peleándose con extraños por órdenes de su mamá, pues no toleraba que alguien hablaba mal de una persona que llevara sus apellidos. Esos apellidos: el primero, del padre que estaba por ratos y luego el suyo, relegado a segundo plano.

Ser madre

María creció, y siendo adulta, tuvo tres hijas. A cada una la vio nacer siendo tan fuerte como a la anterior. Después se separó del hombre con el que se casó. Y un buen día se marchó con sus hijas a la casa de su madre, doña Lía.

El hombre no las buscó y ella se sintió un poco más libre. Por otro lado, doña Lía no preguntó nada y le dio el mismo cuarto que ocupó en su adolescencia. Ahí crecieron esas niñas, también jugando naipe con su abuela, regando el jardín de rosas, y aprendiendo que el legado familiar a veces se defiende dándole un ladrillazo al vecino que trata mal a tu hermana.

Maria había continuado la tradición de llamar Maria a sus hijas. Así que cada una de ellas cargaba en ese nombre su historia, la de sus ancestras y la de las que vendrían. El día que nació su hija del medio, el padre, otro hombre que iba y venía, no estuvo ahí para acompañar el parto. Y así seguía la tradición de las Marías que se acompañaban entre ellas y que, en el futuro, transmitiría el nombre a su propias hijas.

En los alrededores de la casa de Doña Lía, María hacía amigas rápido: en la iglesia, en el mercado o en el parque, cuando llevaba a sus hijas a jugar. Así que un día conoció a una mujer en el mercado y la invitó a su casa. Ahí se tomaron un café y prendieron un cigarro en su cuarto, lejos de los ruidos de la casa que estaba llena de niñxs.

Era una tarde de verano perfecta, que se interrumpió con los gritos de Doña Lía. La mujer tomó por los brazos a una de sus nietas, la alzó por la ventana del cuarto donde estaba María y le dijo a gritos: “vea las cochinadas que hace su mamá”.

La niña nunca entendería a qué se refería su abuela. Lo único que veía era a su mamá sentada en una silla tomando café y hablando con una amiga. María entendía que para Doña Lía, cualquier amiga que entrara a ese cuarto seguía siendo un amor más, seguía siendo esa adolescente a quien María aún soñaba con besar y entendía que en esa casa, su casa, ella nunca sería libre.

Esa situación las separó por muchos años.

Ser exiliada

María vio crecer a sus hijas fuertes, cada una en su propio camino. Y cuando la menor empezó a estudiar en la universidad, decidió ir a vivir con Doña Lía y su hermana menor a Estados Unidos.

Así que, María, que aún no encontraba su lugar, hizo su vida de maestra allá, con noticias de sus hijas y sus nietas desde lejos, sintiéndose ajena y también encontrándose en un entorno desconocido.

El día que Doña Lía murió, María no lloró demasiado. En su mente aún recordaba su cara colorada ese día en que entró al cuarto, el día en que sintió por primera vez los labios de otra mujer, apenas rozándose.

El día que murió su madre, en medio del duelo, María se sintió un poquito más libre.

Ser abuela y ser libre

Siendo ya una mujer mayor, María conoció a una de sus nietas justo el día en que esta se casaba.

Ver a su nieta así, tan llena de vida, tan libre, tan feliz, y sobre todo, casándose con la mujer que amaba, llenó a María de una emoción incontenible.

Esa niña había crecido con una madre que la dejaba ser, que nunca la había visto con cara de asco, ni de vergüenza.

María se sintió feliz, no solo por su nieta y la celebración de su amor, sino también por haber criado a una mujer que apoyaba incondicionalmente a su hija, y se llenó de orgullo por ella misma, y la libertad que había traído a las mujeres que le siguieron.

Ruda

RUDA surgió en 2017 entre reuniones e ideas del consejo editorial de Prensa Comunitaria bajo la necesidad urgente y latente de tener un espacio digital en dónde evidenciar, publicar y visibilizar las luchas de las mujeres.

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