La migración ha estado siempre presente. Durante los últimos años, su aumento ha sido más que notorio en municipios como Esquipulas, el cual funciona como centro fronterizo. Por años, el hombre fue quien tomaba el rol de salir del país para llevar sustento a su familia y darles mejores oportunidades. Solo algunas mujeres valientes se sumaban al viaje.
Por Jimena Porres
El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece el derecho a la libre circulación y a la libertad de movimiento al proclamar que “toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y que “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país.”
Vivimos en un mundo de refugiadas. Las personas se están movilizando a ritmos increíbles, ya sea por razones políticas, desastres naturales o guerras. Según la última estadística de la Organización de Naciones Unidas (ONU), hay alrededor de 108.4 millones de personas desplazadas forzosamente a nivel global y de este gran número el 50% son mujeres. Cuando migran, ellas sufren distintos tipos de violencia y riesgos a los cuales los hombres no se enfrentan. Datos de la ONU revelan realidades horríficas sobre las condiciones a las que se enfrentan las mujeres refugiadas o desplazadas como, por ejemplo, el hecho de que 1 de cada 5 de ellas son víctimas de violencia sexual.
Diversos estudios en la región concluyen que los procesos migratorios son históricos y crecientes, y en la región de América Latina y el Caribe la migración ha tenido al menos dos prioridades, una relacionada con las necesidades materiales, y otra, vinculada a situaciones de violencias generalizada, que hacen huir a mujeres y hombres en busca de mejores condiciones de vida. No cabe duda que, ambas prioridades se desarrollan en contextos de profunda desigualdad social, económica y política, así como la carente y ausente garantía de los derechos humanos por parte de los Estados.
En los últimos cuatro años, el éxodo de mujeres en busca de mejores condiciones de vida fuera de Nicaragua es considerable. Atrás quedan hijos, hijas, madres, familia, casas y recuerdos. Las motivaciones varían desde búsqueda de recursos económicos, persecución y asedio político, o la realización de ideales no logrados en su país.
“Cuando mi madre se fue a Estados Unidos, yo tenía ocho años, mi hermanita tenía cuatro años y mi hermano tres años. Mi pensamiento nostálgico era... ¿cuándo la voy a volver a ver, le pasará algo, estará bien?…”, comenta María, una mujer nicaragüense que al contar su historia prefiere mantenerse anónima.
Génesis Dayana Ramírez Velásquez es una joven de 24 años, originaria de Honduras. Es madre de dos niños y estudiante de Informática. Su vida cambió hace 15 años, cuando su mamá desapareció en México, por lo que desde hace algunos años, participa en el Comité Amor y Fe, integrado por familiares hondureños de migrantes desaparecidas. Allí, es la encargada de la base de datos de las familias y acompañamiento psicosocial.
En 2014, Juana Alonzo Santizo, migrante maya Chuj fue detenida en Tamaulipas, México, por un delito que nunca cometió. Han pasado siete años del encarcelamiento injusto mientras intentaba cruzar la frontera, no obstante, la familia continúa exigiendo su libertad al gobierno mexicano.
Diferentes organizaciones se unieron a la caravana organizada por la Coordinadora 25 de Noviembre, para exigir el cese de la violencia contra las mujeres y niñas, demandar justicia y que el sistema reconozca que las mujeres “no aparecemos muertas”.
Por: Aimée Cárcamo
En Guatemala, históricamente las poblaciones indígenas en áreas rurales son los protagonistas de la migración hacia México o Estados Unidos. Estas dinámicas migratorias no son nuevas, pero sí las causas que la provocan. Con la llegada inesperada de la pandemia de COVID-19 y las tormentas Eta y Iota en 2020, cientos de guatemaltecos se vieron obligados a migrar, porque la desesperación y la falta de apoyo del gobierno central para atender sus necesidades fueron muy escasas.