Simone Weil sobre la atención como una forma de amor
Por: Alejandro Martínez Gallardo
Existen muchas definiciones y entendimientos memorables del amor en la literatura y en la filosofía. Seguramente el más famoso e influyente de todos es el de Platón en El banquete, el cual representa una especie de iniciación para el alma occidental. Después de que los comensales afirman que el amor es un daemon -una divinidad que enlaza el cielo con la tierra- e introducen el famoso mito del hermafrodita, de donde se deriva la idea del alma gemela, es el turno de Sócrates, quien descansa su autoridad en lo que le ha narrado Diotima, sacerdotisa de Eros. Es esta figura semilegendaria, que luego sería objeto de innumerables poemas y personificaciones, la encargada de enseñar una doctrina anagógica del amor, es decir, del amor como una escalera que eleva el alma hacia lo divino o hacia la realidad última, en este caso, la belleza eterna. La enseñanza de Diotima será tomada por la tradición platónica como el más alto entendimiento sobre la naturaleza del amor. Sólo el amante es «éntheos«, el que está «colmado del dios». «El amor», dice Diotima, «es el deseo de lo bueno [y bello] para siempre». Un deseo alado y fecundo. El amor del cuerpo, explica Diotima, conduce a la inmortalidad de la especie, y el amor es también para el alma la posibilidad de la inmortalidad, no negando el cuerpo sino trascendiéndolo. El eros que podemos sentir hacia un cuerpo hermoso es la plataforma que puede elevar nuestra alma -que «es guiada por la razón, pero motivada por el amor»- hacia la contemplación de la belleza eterna, del Sol del Bien que yace en la cima de la escalera; de movernos de un plano individual y particular hacia uno universal y absoluto. Pseudo Dionisio el Aeropagita, el gran neoplatónico cristiano, dice que la la divinidad «llama (kaloun) a todas las cosas de regreso, y por eso se le llama kallos, belleza.» Belleza en griego es kallos, palabra que tiene la misma raíz que llamar (kalein). La belleza para la tradición platónica es lo que nos llama hacia lo divino -el llamado que es el mundo en sí- y la energía que despierta, y que hace posible nuestra respuesta, es el eros, el mecanismo a través del cual se actualiza el telos, el propósito y finalidad de la existencia, la contemplación de lo divino… lo divino que de alguna forma se llama a sí mismo en nosotros.
Antes también introducimos una idea budista del amor, que fue expresada por el maestro tibetano Thinley Norbu Rinpoche, quien, en su libro White Sail, escribe sucintamente que el amor es darle energía a otra persona, con el fin de conducirla a la iluminación. Esto en consonancia con la idea budista de la compasión y su relación con el bodhicitta o «espíritu del despertar». Para el budismo mahayana, la compasión -o amor- es una energía cósmica, que se visualiza como luz o sonido prístino, y con la cual se entra en resonancia al generar un estado mental de compasión. Esta misma energía cósmica existe también en el cuerpo, es el aliento que circula en la sangre y en los canales del cuerpo sutil, misma que se cristaliza como semen, que esotéricamente no es otra cosa que bodhicitta, un espíritu o una luz cristalizada (curiosamente, Aristóteles habla del semen como un pneuma «similar al calor del sol y las estrellas»). La palabra que se traduce como «compasión» en tibetano es thugs rje, literalmente. «resonancia», o «responsividad». La compasión es la respuesta natural al orden cósmico, la vibración simpática con la realidad, la sustancia misma de la que están hechos los budas, la pura irradiación de la mente impersonal del universo. En este sentido, la iluminación no es más que entrar en ritmo (y nunca perderlo). Un budista asentiría a estos versos con los cuales concluye la Divina Comedia de Dante:
[…] mas ya mi deseo y mi voluntad
giraban suavemente como ruedas que movía
el mismo amor que mueve al Sol y a las otras estrellas.
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En esta ocasión quiero introducir las ideas sobre el amor de Simone Weil. La filósofa francesa no dejó una obra sistemática, pero en sus cuadernos meditó intensamente sobre el amor. El concepto de amor en Simone Weil abarca distintos aspectos y modos que pueden intercambiarse: la atención, la aceptación, la compasión, el sacrificio y la negación del yo y de la existencia criatural en favor de la existencia divina que se experimenta como distancia y ausencia. Weil escribe:
Por esa razón el único órgano de contacto con la existencia es la aceptación, el amor. Por esa razón, belleza y realidad son idénticas. Por esa razón, el gozo y la sensación de realidad son idénticos. Amor puro de las criaturas: no amor en Dios, sino amor que, pasando por Dios, comienza en el fuego.
La aceptación irá ligada a su concepto de esperar, de esperar a lo divino, de ser obediente y humilde, como es la materia con el espíritu, como es la tierra con el cielo. Y esta espera es un acto estético, de contemplación y unificación con la realidad, no a través de la voluntad sino de la atención. Así define nuestra filósofa la atención en una primera instancia:
La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío, y penetrable al objeto, manteniendo próximos al pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser utilizados. […] Y sobre todo la mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella.
Esta es la actitud sagrada, tanto del santo que espera a su dios, como del amante que espera a su amado; una receptividad inmutable, que espera ser penetrada, como el valle espera la luz en la mañana.
Roberto Calasso ya ha comparado a escritores como Kafka y Baudelaire con los antiguos rsisde la India, los poetas santos que fundaron la civilización védica. Podríamos aunar a Simone Weil dentro de esta constelación de rsis occidentales, pues Weil, quien además caviló profundamente sobre las Upanishad y la Bhagavad Gita, practicó su propia versión deltapas, el ardor de la mente inmóvil, el fuego de la atención, con el que, según el himno de la creación del Rig Veda, la divinidad había sembrado el mundo, proyectándose a sí misma sobre las aguas como en una semilla incandescente de deseo (kama, a veces traducido como «amor»), de la cual se desenvolvió el mundo, los dioses y los hombres. Los rsis, se dice, practicaron tapas –ardor ascético- y así pudieron ver los himnos de los Vedas brillando en el cielo: la luz de la Aurora que traía con ella las leyes y las liturgias del sacrificio. Weil escribe:
En el orgulloso se da una falta de gracia (en el doble sentido del término). Por efecto de un error. En su grado más alto, la atención es lo mismo que la oración. Presupone la fe y el amor. La atención absolutamente pura y sin mezcla es oración.
Si bien el amor es una gracia, la manera que la criatura tiene de purificarse y esperar esa gracia -el descenso de lo divino- es poniendo atención, lo cual es igual a orar. Benjamin escribió esto sobre Kafka: «Si Kafka no llegó a rezar -cosa que no sabemos-, hizo el uso más elevado de esa ‘plegaria natural del alma’ de Malebranche: la atención. En ella incluyó, como los santos en sus plegarias, a todas las criaturas». Simone Weil sí llegó a rezar, pero fue consciente de que la oración no tenía eficacia sin el cultivo de la atención: «La calidad de la oración está para muchos en la calidad de la atención… Sólo la parte más elevada de la atención entra en contacto con Dios». Weil tuvo un par de experiencias místicas rezando. Una de ellas le ocurrió leyendo el Padrenuestro:
Todos los días, antes del trabajo, recitaba el Padrenuestro en griego y lo repetía con frecuencia en la viña […] Si durante la recitación mi atención se distrae o adormece, aunque sea de forma infinitesimal, vuelvo a empezar hasta conseguir una atención absolutamente pura.
Llegaba a ocurrir que con sólo pronunciar las primeras palabras del griego del evangelio –Pater hemon ho en tois uranois hagiastheto to onoma sou…– su pensamiento era arrancado hacia «un lugar más allá del espacio, en el que no hay ni perspectiva ni punto de vista» y donde «esa infinitud de infinitud se llena por entero de silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación positiva».
Su primer acercamiento al misticismo, habiendo ella recibido una educación laica de padres judíos, ocurrió después de leer, con la más cuidadosa atención, el poema de George Herbert Love (III). Simone nunca había leído a los místicos, hasta que «un joven católico inglés» que parecía revestido por «un resplandor verdaderamente angélico», después de que participara en los sacramentos, le dio a «conocer la existencia de los llamados poetas metafísicos de la Inglaterra del siglo XVII». «Lo he aprendido de memoria y a menudo, en el momento culminante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendo en él toda mi atención y abriendo mi alma a la ternura que encierra». El poema inicia:
Love bade me welcome. Yet my soul drew back
Guilty of dust and sin.
But quick-eyed Love, observing me grow slack
From my first entrance in,
Drew nearer to me, sweetly questioning,
If I lacked any thing.
Al recitarlo, dice Simone Weil, el poema «tenía la virtud de una oración». La gracia, que en el pensamiento de Weil se opone a la gravedad del mundo, siendo lo supernatural o celestial, descendió súbitamente sobre ella y el eterno esposo se hizo manifiesto. El poema produjo una teofanía. Estos son los últimos versos:
A guest, I answered, worthy to be here:
Love said, You shall be he.
I the unkind, ungrateful? Ah my dear,
I cannot look on thee.
Love took my hand, and smiling did reply,
Who made the eyes but I?
Truth Lord, but I have marred them: let my shame
Go where it doth deserve.
And know you not, says Love, who bore the blame?
My dear, then I will serve.
You must sit down, says Love, and taste my meat:
So I did sit and eat.
Simone Weil se sentó a cenar con el Amor, esa «cena que recrea y enamora», como dice Juan de la Cruz, «en la noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora» (ese silencio que no es ausencia de sonido).
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El amor y la atención se vuelven indistinguibles en la obra de Simone Weil. Para los místicos cristianos ardor era un término sinónimo de amor, pues era un cierto ardor el que se sentía en la oración dirigiéndose a Dios, que en el lenguaje de los místicos es el amado o esposo. En Weil se extiende esta conexión a la atención, y por ello alcanza una dimensión que no sólo está limitada al fervor religioso, si bien tiene su fundamento allí. Ya vimos que en sánscrito el término tapas, literalmente «ardor», es la cualidad de la mente ascética que se dirige unifocalmente a su objeto, en otras palabras, la atención pura o plena. Asimismo, en el Rig Veda se dice que la divinidad creó el mundo practicando ardor, tapas, concentrando su propia energía -o amor- como un fuego en las aguas. En el texto publicado póstumamente bajo el título A la espera de Dios, Weil dice que el amor es lo divino que nos llama y «desviar la mirada» (de Dios, del amado) es, como si fuere, el pecado, el extravío. «El amor es la mirada del alma; es detenerse un instante, esperar y escuchar» (poner atención). «Dios está presente en el punto en el que las miradas se encuentran», en la ignición o en la cruz de las miradas el cielo se cuela al mundo. Weil explica que una de las verdades «hoy olvidada de todos, es que lo que salva es la mirada». Como los judíos en el desierto que para salvarse de la perdición sólo necesitaron contemplar a la serpiente de bronce que había alzado el profeta… en su espera por la tierra prometida, así los amantes. «El esfuerzo por el que el alma se salva se asemeja al esfuerzo, por el que se mira, por el que se escucha, por el que una novia dice sí. Es un acto de atención y consentimiento. Por el contrario, lo que suele llamarse voluntad es algo análogo al esfuerzo muscular», dice Weil. El esfuerzo de la voluntad es como el acto del campesino que «sirve para arrancar las malas hierbas, pero sólo el sol y el agua hacen crecer el trigo». La atención es lo que presencia y, a su manera, llama el descenso del sol y del agua a la tierra, la auténtica fuerza creativa. Y de alguna manera, en ese sí que repite tácita pero firmemente, la atención invita el descenso de la divinidad que siempre está sembrando las aguas con el sol de la eternidad. Es como si la Creación -la resplandeciente manifestación de lo divino en la belleza- estuviera ocurriendo siempre, si tan sólo pusiéramos atención…
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Un cuento esquimal explica así el origen de la luz: El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la luz y la tierra se iluminó. Si hay verdadero deseo, si el objeto del deseo es realmente la luz, el deseo de luz produce luz. Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención.
A la espera de Dios
En la obra de Simone Weil se trasluce una disciplina o una práctica espiritual de la atención, algo que ella llego a llamar una «gimnasia», la cual educa el alma de la misma manera que la gimnasia y la música lo hacían en la ciudad ideal de su maestro Platón.
Una determinada manera de hacer una traducción del latín, una determinada manera de resolver un problema de geometría (y no una manera cualquiera), constituyen la gimnasia de la atención idónea para conseguir que ésta sea más adecuada para la oración. Un método para comprender las imágenes, los símbolos, etc. No tratar de interpretarlos, sino simplemente mirarlos hasta que brote de ellos la luz.
Se trata de una cierta mirada, una cierta consideración, un regard que permite que las cosas se revelen bajo una luz sobrenatural. Una luz sobrenatural que, sin embargo, es la realidad pura y desnuda. Esta mirada es lo que vuelve hacer la luz sobre las aguas del principio -una cierta intensidad de la mente- y es compartida tanto por el santo como por el poeta y el amante. «El poeta produce belleza por la atención fija sobre lo real. Lo mismo con el acto de amor». Como ocurre en el amor que no cierra sino abre espacio -y que es también el fundamento de la la religión india-: «La condición es que la atención ha de ser una mirada y no un apego». Esta atención -esta mirada, este amor- no se aferra al fruto del acto, no busca un resultado. «De mí sólo se requiere la atención, esa atención que es tan plena que hace que el ‘yo’ desaparezca. Privar de la luz de la atención a todo aquello que yo denomino ‘yo’, y dirigirla a lo inconcebible.»
La atención pura -que «comienza en el fuego»- permite una especie de percepción no-dual en la que se derriten las fronteras entre el sujeto y el objeto, entre yo y el mundo, entre la criatura y Dios. Para Weil la atención es como el fuego que usaban los alquimistas para separar los metales del oro, todo lo impuro de lo puro. Es también la cualidad del poeta, que al poner atención, sin apego, deja que la belleza del mundo -que es la presencia divina encarnada- se manifieste, ocurra con su propio dinamismo y se recreen las formas divinas, las ideas platónicas. La atención, como el amor y como la poesía, debe ser una mirada, un modo de existir y desear sin apego pero con fuego; una apertura a la luminosidad del mundo, al Otro, a Dios, al amado en el cual es posible encontrar una imagen del todo o una escalera (como la de Diotima) hacia lo eterno.
Simone Weil nos dejó entreabierta la posibilidad de que exista un tipo de atención que nos permite entrar en comunión con el mundo y «asociar el ritmo de la vida del cuerpo con el ritmo del mundo» y por lo tanto notar una total interdependencia, una compasión, un compás: el Sol y el corazón. Nos enseñó que existe una «atención más profunda, aquella a la que el amor acompaña y que se confunde con la oración». Ésa atención -el amor- es lo divino en nosotros, es igualmente la luz de la mirada y la luz del sol y las estrellas.
Twitter del autor: @alepholo