La última noche de comercio sexual de Virginia en un callejón de San Salvador
No somos las mujeres de la vida alegre. Tampoco somos las que nos ganamos el dinero fácil. Y mucho menos las de la moral distraída. La realidad del comercio sexual es todo lo contrario a lo que se dice popularmente. Es un submundo en el que las mujeres, y especialmente las mujeres trans, nos exponemos a insultos, violencia y hasta la muerte. Todo eso lo soportamos solo para poder ganar dinero y sobrevivir. Todo eso lo soportamos porque en las escuelas y empleos nos cierran las puertas. Todo eso tiene que cambiar.
Eran casi las 10 de una noche de finales de mayo o principios de junio del 2015. El cielo estaba despejado. Un grupo de cinco mujeres trans estábamos, como casi todas las noches, esperando a que aparecieran los clientes en el callejón en donde solíamos ofrecer nuestros servicios. Nosotras estábamos ahí para ejercer el comercio sexual y esperábamos que llegaran los hombres a pagar por sexo.
Todo ocurría con relativa normalidad apenas a unas cuatro cuadras del Divino Salvador del Mundo, un monumento que simboliza la devoción por Jesús en pleno San Salvador. Es un símbolo conservador en una ciudad conservadora de un país conservador.
Esa noche, un carro gris se acercó a mí y el conductor, con una voz muy grave, me preguntó cuánto costaba mi servicio. Yo le respondí que pedía 20 dólares por menos de una hora. Y él no me dijo nada. Eso fue raro, pero tampoco me pareció sorprendente. Los clientes no suelen ser respetuosos ni considerados con nosotras. Así que solo me aparté después de esa plática.
Entonces, mi amiga Virginia, también mujer trans, hizo su intento para ofrecer sus servicios. Ella se acercó al carro gris y habló con el hombre. No pude escuchar qué fue exactamente lo que dijeron. Pero solo unos segundos después escuché un disparo.
Todas nos asustamos. Entramos en pánico. Virginia estaba tirada en el suelo. Había recibido un tiro en el pecho. El mundo parecía detenerse y me sentía impotente al ver a mi amiga cerca de la muerte.
También me sentía aterrada porque sabía que el hombre podía matarnos a todas.
Una noche como todas. Una noche como pocas.
Mi nombre es Pamela Orellana y soy una mujer trans salvadoreña. En el 2015 tenía 21 años, apenas empezaba mi vida como adulta y ya estaba inmersa en el comercio sexual. En esa época —y ahora también— las oportunidades de trabajo y estudio para nosotras, las mujeres trans, era escaso o nulo. Así que la calle era y sigue siendo una de las pocas opciones que tenemos para sobrevivir.
Dos horas antes de aquel disparo cruel contra Virginia, yo estaba en mi casa. Me preparaba, como todas las noches, para salir a la calle y ganar dinero para sobrevivir. Empecé mi rutina con una ducha a las 5:30 de la tarde. Y luego ocupé unas dos horas y media para maquillarme y vestirme.
Luego salí a prisa de mi casa para tomar el autobús. Yo vivía lejos del callejón donde trabajaba, así que tenía que salir bastante temprano para aprovechar el transporte público, que pasaba a las 8 de la noche. Y tras una hora de recorrido, por fin llegué a mi destino.
No me gustaba ir en vestido en el autobús. Así que me puse jeans para el viaje. Y luego, ya en el callejón me quitaba los pantalones y me ajustaba el vestido, me retocaba el maquillaje y me ponía tacones. Fue justo en ese momento, mientras terminaba de arreglarme, cuando el carro gris pasó por primera vez cerca de nosotras.
En ese momento todavía no sabía que sería una de las peores noches de mi vida.
Una muerte no parecía suficiente
De regreso al callejón, Virginia estaba tirada en el suelo. Perdía sangre, su pulso se desvanecía y su respiración se cortaba. Nosotras estábamos a unos pocos metros viéndola morir lentamente sin poder hacer nada. Mientras, el hombre seguía adentro de su carro esperando nuestra reacción.
En ese momento pensamos en aproximarnos para auxiliarla, pero el hombre arrancó y nos persiguió con su carro. Una muerte no parecía suficiente y ahora iba por nosotras. Así que corrimos hacia diferentes rumbos, tratando de escapar y salvar nuestras vidas. La pesadilla seguía.
En medio de esa situación yo saqué el teléfono de mi bolsa y, con las manos temblorosas, marqué el número de la Policía. Esperaba que los policías detuvieran al hombre armado y que ayudaran a Virginia. En ese momento, cada minuto podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Un disparo, persecución y gritos. Parecía una película de terror. Pero era la vida real. Y son las situaciones que atraviesan muchas personas que se dedican al comercio sexual. La vida en la calle es peligrosa y no solo en El Salvador, sino en toda Centroamérica.
Segundos que parecían horas
Después de 10 minutos de espera tras mi llamada, los policías llegaron al callejón. El hombre armado ya había huído. Los agentes vieron a Virginia en el suelo e inmediatamente le tomaron el pulso y confirmaron que seguía con vida. Todavía había esperanza.
Justo en ese momento, Julissa y Jessica, compañeras y amigas, pasaron en un taxi y vieron la escena. Rápidamente se bajaron del carro y nos ayudaron a subir a Virginia a la patrulla. Todas estábamos muy preocupadas por ella.
Yo me ofrecí para ir en la patrulla acompañando a Virginia. La llevaba entre mis brazos, mientras que los policías iban a toda velocidad rumbo al hospital. Recuerdo que íbamos muy rápido e incluso, el conductor fue en sentido contrario en algunas calles para poder llegar a tiempo.
Recorrimos a toda prisa un kilómetro y medio, entre el lugar del ataque y el Hospital Nacional Rosales. Al llegar, los doctores nos dijeron que Virginia ya había fallecido.
El dolor y la tristeza tienen que esperar
Después del anuncio de la muerte de Virginia en el hospital, los policías empezaron a interrogarme sobre lo que pasó. Algunas chicas de diferentes cuadras también comenzaron a llegar al hospital para explicar lo sucedido. Y al cabo de una hora de interrogatorio llegó la familia de Virginia. Ya habían pasado treinta minutos después de la medianoche.
En el ambiente había mucho dolor y tristeza, pero también miedo y preocupación.
Esa noche yo no había tenido clientes, así que no había ganado dinero y tampoco tenía ahorros para pagar un taxi e irme a mi casa. No sabía qué hacer. Así que volví al callejón y me puse a esperar clientes, como todas las noches. El dolor y la tristeza tenían que esperar.
Fue difícil volver a la calle y ver el lugar donde le habían disparado a Virginia apenas unas horas atrás. Ya había otras chicas ahí buscando clientes, sobreponiéndose al terror y encarando nuestra difícil realidad. La difícil realidad que también viven muchas otras mujeres centroamericanas.
Lo más devastador para mí en ese momento, después de todo lo vivido, era que tenía que trabajar para poderme ir a mi casa. Y tenía mucho miedo de que la siguiente víctima de un hombre armado pudiera ser yo. En la calle, una se expone a muchos riesgos.
Ya pasaron casi seis años de ese acontecimiento. Ahora, desde otro punto de vista es muy doloroso ver cómo la falta de oportunidades en aspectos tan básicos, como el reconocimiento a nuestra identidad, o el acceso a derechos como salud, educación o trabajo, obliga a muchas mujeres a ir a la calle para poder sobrevivir. Y no todas sobreviven al trabajo en la calle.
Ahora soy defensora y educadora en derechos humanos en la organización Asociación Solidaria Para Impulsar el Desarrollo Humano (Asociación Aspidh Arcoiris Trans), estudio una Licenciatura en Trabajo Social y espero en el futuro que desde mi profesión pueda ayudar a las personas que enfrentan problemas.
El crimen contra Virginia sigue impune.