RUDA

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Rosita y una historia sobre la fortaleza

Por Violeta Cetino

Aquella tarde de mil novecientos noventa y tantos, mis hermanas y yo alcanzamos a escuchar unos gritos desgarradores. Al asomarnos a la ventana descubrimos a una mujer corriendo a la par de un vehículo que no detenía su marcha, mientras ella golpeaba con todas sus fuerzas el vidrio del copiloto. Su hijo, entonces quizá de mi edad, había sido arrollado por ese carro y en su afán de huir, el piloto no se percató que entre el aro de las llantas estaba atorado el cabello del niño. Creo que en aquel entonces ambos tendríamos 8 o 9 años.

Ese episodio quedó grabado en mi mente por dos razones: una, por Rosita, su mamá, quien clamó por auxilio hasta que el niño logró desprenderse de esa llanta, y la otra, porque al ser yo una niña también, me asusté y sentí preocupación al ver el cuero cabelludo ensangrentado de mi vecino y su cuerpo herido y raspado.

Todas las vecinas que habían sido odiosas con Rosita, salieron de sus casas a apoyarla. Había quienes llevaban agua florida para reanimarla del desmayo que tuvo mientras los bomberos llegaban a socorrer a su hijo; otras, contenían con playeras y trapos la sangre que emanaba como chorritos de la cabeza del niño. Bastante poco sociables habían sido con ella por una cuestión de doble moral, conservadurismo y machismo: Rosita había llegado hacía poco a vivir a la colonia. Era una mujer joven, soltera, con tres hijos, con la capacidad de comprar una casa sencilla, pero suya al fin, y dueña de su propia vida.

Muchas habladurías levantó aquella autonomía, porque además de todo, era guapa y determinada. Llegó a Carolingia a inicios de los años 90 y en su casa instaló una tortillería y una pequeña tienda que atendía ella misma. Todas las señoras de mi cuadra iban a comprar las tortillas allí, donde cada día tomaban un elemento para criticarla: el escote, lo corto de su vestido, sus axilas peludas, la marca del calzón, su postura al prenderle fuego a la leña en la calle, en fin.

Pero esa tarde, sin pensarlo, todas salieron a auxiliarla. A veces pareciera que son necesarias las tragedias para darnos cuenta de la grandeza que esconde la sororidad.

Llegaron los bomberos y Rosita se fue al hospital junto con su hijo. Afortunadamente, su pequeño logró recuperarse de las heridas tras varios días de hospitalización y sus vidas recobraron la normalidad que les habían robado.

A partir de entonces, las mujeres que llegaban a comprar a la tortillería entablaron una conversación con Rosita y fueron despojándose de sus prejuicios, aprendieron a conocerla, conociéndose a sí mismas también.

Mi mamá y Rosita son grandes amigas. Se visitan, se festejan los cumpleaños, han madurado juntas y se animan los sueños… y los dolores, porque a veces las desgracias vuelven, sobre todo en Guatemala: hace tres años la hija mayor de Rosita fue víctima de un accidente mientras intentaba bajar de un taxi. Se cayó al piso y su cabeza dio con el filo de la acera; el piloto huyó.

Las secuelas de este accidente le impiden a ella desempeñar un trabajo, pues depende en gran medida de su familia para desplazarse y desenvolverse fácilmente. Rosita la ayuda a criar a sus tres hijos, y a hacerse responsable de la mayoría de los gastos que la crianza implica, pues el padre de los niños no vive con ellos y la pensión alimenticia que asignó el juzgado de familia es mínima.

Pero Rosita es fuerte, y más fuerte es con el sostén de las vecinas y amistades que ha tejido con los años, son más fuertes todas, porque los golpes de la vida parecen doler menos y fortalecernos en compañía de las nuestras.