RUDA

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La línea que divide a la vida de la muerte de una mujer trans en una prisión de hombres

Fotografía: Marco Juracán

Por: Isamar Morales

Cada segundo, cada minuto, cada hora y cada día parecen una eternidad para una mujer trans encerrada en una cárcel repleta de hombres. Y así transcurrió mi vida durante más de tres años. Fueron tiempos sombríos y muchas veces oscuros, especialmente la noche en que la muerte estuvo a pocos metros de mí. En ese momento, la línea que divide la vida de la muerte se hacía invisible.

Parecía una noche normal en la prisión. El clima era cálido ese octubre de 2007. En el pabellón éramos unas 40 personas ocupando un espacio diseñado para 26. Así que, para matar el tiempo y acabar con la desesperación del encierro, unos jugaban dominó y otros al hon —también conocido como ludo o parchís—. Para las 8 de la noche yo estaba acostada e intentaba ver la televisión. En ese momento solo me interrumpía el ruido de la radio de Pablo, un reo que escuchaba música y descansaba en la plancha de arriba, pues dormíamos en literas de concreto cubiertas con colchones muy delgados.

Unas horas más tarde, a la medianoche, las luces, las radios y las televisiones ya estaban apagadas. Pero la paz estaba a punto de terminar. En medio de la oscuridad, una persona movió bruscamente la sábana que yo usaba como cortina para cubrir mi nicho. Gracias a esa sábana nadie podía verme dormir y yo tampoco podía ver a los otros. Y, sobre todo, podía tener un poco de privacidad mientras dormía con Pool, un hombre en el que me refugié durante ese tiempo.

Me asusté por los movimientos y ruidos que había en el pabellón, y me levanté para ver si alguien me necesitaba. Apenas caminé unos pasos por el dormitorio y escuché gritos que provenían del pasillo que conducía al final del dormitorio. Fueron ruidos tan desgarradores que todavía hoy, catorce años después, resuenan en mi mente.

Al verme, confundida y angustiada, uno de los privados de libertad me dijo con señas que volviera a mi cama. Así que volví a mi nicho y le conté a Pool que algo estaba ocurriendo. Yo seguía sin entender lo que estaba pasando. Así que unos segundos más tarde Pool estaba en el pasillo averiguando qué ocurría. Y no pasó mucho tiempo para que regresara a contarme:

— Están matando a Pablo.

La fuerza de una mujer valienta y guerrera

Soy Isamar Morales y soy una mujer trans. Hace 44 años nací en Nicaragua como niño, pero yo siempre fui una niña. Y eso parecía ser un problema en mi tierra natal. Es un país hermoso, pero también es machista y violento contra las personas LGBTIQ+, especialmente contra las mujeres trans. Y eso marcó mucho mi vida.

Durante mi niñez y adolescencia no fui feliz. No me sentía identificada con el cuerpo masculino y por eso siempre fui un chico muy afeminado. Así que viví en carne propia la violencia y discriminación a niveles insoportables. Todos los días, sin falta, fui blanco de insultos, burlas o discriminación por parte de mis compañeros, vecinos e incluso algunos familiares. Y mientras, yo solo soportaba mi vida porque quería estudiar y superarme para un día poder defenderme.

Pero mientras iba creciendo la violencia también iba incrementado. La gota que derramó el vaso ocurrió cuando quise entrar a la universidad. Ahí estaba mi oportunidad para crecer profesionalmente y ser independiente. Pero encontré un ambiente de acoso, violencia y discriminación de parte de otros jóvenes. Ya no podía más. Esa situación me obligó a ver más allá de las fronteras, hacer mis maletas y migrar a Costa Rica cuando apenas tenía 20 años. Pensaba que solo así podía hacer realidad mi sueño de ser una mujer con una vida plena.

Claro que el comienzo no fue fácil. Tuve que pasar por maltratos y humillaciones; también soporté frío y hambre, y atravesé muchas dificultades económicas, como le sucede a muchas otras migrantes. Y solo con el tiempo conseguí empezar a conocer el país, adaptarme y a conocer personas que me tendieran la mano. Y poco a poco Costa Rica se convirtió en mi nuevo hogar y pude empezar la transición para reafirmar mi identidad.

En mi nuevo país estuve en tres diferentes relaciones formales. Y recuerdo bien a cada hombre con el que salí: Ricardo, Edwin y Julio. Solo que uno me llevó tras las rejas. Y así empezó la peor experiencia de mi vida, que me obligó a sobrevivir tres años en un lugar donde se anuló mi identidad e intentaron doblegar mis ganas de vivir.

Un tormento por otro tormento

Yo tenía 30 años cuando pasé por la peor experiencia de mi vida. Yo vivía en Costa Rica con Edwin, un hombre nicaragüense violento, que estaba involucrado en narcotráfico. Él pensaba que podía maltratarme por ser mujer y, especialmente, por ser trans. Me decía que, si yo lo denunciaba, nadie me iba a creer por ser una mujer trans. Y posiblemente tenía razón. Las autoridades suelen desestimar las denuncias de las personas trans, como si no tuviéramos credibilidad, como si no fuéramos blancos de ataques todo el tiempo.

Fue por esta razón que decidí mantenerme en esa relación callada y con miedo. Y así viví una relación de violencia física y psicológica hasta noviembre del 2006. Entonces, las autoridades hicieron un allanamiento en el lugar donde vivíamos. Nos detuvieron a ambos y nos procesaron. Al final fui condenada a ocho años de cárcel.

Pero no a una cárcel de mujeres, sino a una de hombres.

Entonces el sistema carcelario de Costa Rica no reconocía ningún derecho en torno a la identidad de género. Así que me estaba liberando del tormento de la violencia de género que sufría con mi novio, pero empezaba otro tormento, el de vivir en una cárcel de varones.

Recuerdo cuando entré al Centro de Atención Institucional (CAI) de San José, ubicado en San Sebastián. También lo llaman CAI o cárcel de San Sebastián. Ese día, mientras yo estaba entrando a la cárcel, cientos de hombres se acercaron y empezaron a golpear las mallas de seguridad, además me silbaban y me gritaban insultos y amenazas. Muchos nunca habían visto a una mujer trans y jamás se imaginaron que iban a compartir su espacio de reclusión con una. Yo sentía mucho miedo. Temía por mi vida. Y así comenzaron casi cuatro años de mi vida tras las rejas. A lo largo de ese tiempo estuve en tres cárceles diferentes. En todas pasé por momentos extremadamente difíciles.

Tal vez lo más cruel e impactante que viví fue el asesinato de Pablo, aunque nunca me enteré de quién lo hizo ni por qué. Una mujer trans no debería estar expuesta a la violencia y a las relaciones de poder que existen dentro de las cárceles de hombres. Eso lo entendí desde que puse el primer pie en la cárcel y por eso me tuve que refugiar en Pool, para que me protegiera. Sin él, no sé qué me hubiera pasado. Tal vez no estaría contando mi historia.

Y eso es parte de la violencia estructural que vivíamos las mujeres trans en las cárceles de varones: nuestra seguridad y supervivencia siempre dependía de un hombre. Es como si nuestra vida no valiera por sí sola. Nos deshumanizan.

Por otro lado, el trato de los policías penitenciarios siempre era agresivo. Ellos veían en mí a una mujer trans que podía servir como ‘mula’. Eso significa utilizar a una persona, idealmente vulnerable, para introducir droga a la cárcel. Si una persona se niega a hacerlo, la golpean o extorsionan, y la exponen a los peligros de la prisión.

Además, no tenían ni las más mínimas consideraciones conmigo. No me permitían el ingreso de ropa femenina, ni maquillaje. Querían que me vistiera y comportara como un hombre. Querían anular mi identidad. Y ese daño psicológico tiene un efecto muy fuerte sobre una mujer trans. Así que tuve que lidiar con un sistema carcelario diseñado por hombres machistas y para hombres machistas.

Cada vez que yo exigía que se me tratara como mujer o cuando yo hacía un pedido de ropa femenina, las autoridades se burlaban de mí. Para ellos, una mujer trans no tenía derechos. Y recuerdo que siempre tenía que soportar sus humillaciones. Una vez pedí el derecho a recibir una visita conyugal, para ver a mi novio, y el director del penal me dijo que estaba loca, que tenía problemas mentales. Ellos no entendían mis necesidades y tampoco les importaban.

Ya ni hablar de la posibilidad de hormonarme o tener acceso a los servicios de salud sexual adecuada. Las autoridades penitenciarias habían dispuesto entonces que las mujeres trans no existíamos. Y por eso no teníamos ningún derecho. Fueron casi cuatro años tras las rejas, pero cada momento ahí parecía eterno para mí.

Así que también tuve que convivir con otras mujeres trans en cárceles de hombres. Y la situación fue complicada. Las rivalidades y envidias, en varios casos, provocaron problemas serios. Así que eso provocó que me trasladaron a otras prisiones. Y así me di cuenta que es muy triste luchar contra una sociedad violenta y llena de estereotipos, pero más triste luchar entre nosotras mismas, las personas diversas.

Encontrar agua en el desierto

Hace 15 años no existía la oportunidad de que una mujer trans fuera trasladada a una cárcel de mujeres. Así que yo tuve que vivir en una cárcel repleta de hombres y eso implicó, entre otras cosas, compartir los sanitarios y las duchas con 40 personas. Esa fue una experiencia traumática.

En los baños no había privacidad. Así que, si yo me bañaba o hacía mis necesidades, cualquiera podía verme y acercarse a mí. No solo era una violación a mi privacidad, sino que también me exponía a una agresión y vivía con un miedo constante de que alguien me atacara, ya que muchos hombres estaban pendientes de mí.

Pero en medio de todo, siempre hubo cosas buenas. Pocho fue un reo que conocí durante mis primeros días en la cárcel. Era un hombre muy sencillo, que por los azares del destino llegó a prisión mucho antes que yo. Y fue uno de los pocos que notó mi desesperación y miedo al utilizar los baños. Así que un día, el hombre me regaló una vieja cortina plástica, para que yo pudiera tener un poco de privacidad.

Es difícil explicar cómo ese pedazo de plástico y ese gesto amable de Pocho me emocionaron y me cambiaron la vida. Una cortina hizo una gran diferencia en la vida diaria de una mujer trans rodeada de hombres. Y el gesto desinteresado en medio de tantas penas me dio mucha fuerza para seguir adelante.

Y con el paso del tiempo hice más amistades. Algunas me ayudaron a conseguir comida de buena calidad; recuerdo que gracias a la generosidad de algunos reos podía tener un desayuno o un almuerzo caliente, pues la comida de las cárceles era terrible. También compartíamos algunos artículos de limpieza, juegos de mesa y más.

Gracias a esa convivencia aprendí a escuchar a las personas, a ser más empática y a ayudar a los demás. Con el tiempo los reos me empezaron a ver como una ‘reina de la prisión’. Aunque por supuesto que eso no siempre es bueno, porque sufría acoso y nunca me sentía segura entre los hombres. Vivía pensando día y noche que algo me podía pasar. Pero debo decir que también hubo quienes me protegieron.

Una nueva vida (y de regreso a las cárceles)

Después de tres años en mi prisión, me informaron que tenía derecho a reducir mi condena a la mitad. Es decir, de ocho a cuatro años. Así que empecé a informarme y busqué la ayuda de una abogada, defensora pública. De esa manera pude aprender más sobre mis derechos y cómo hacerlos valer.

La defensora hizo una visita a la casa de mi tía, quien me daría un espacio para vivir si salía de prisión; ese apoyo familiar fue muy importante para mí. Y puedo decir que también fui muy afortunada de contar con el apoyo incondicional de un hermano y de mi mamá, que viajaba desde Nicaragua hasta Costa Rica para visitarme.

Así que después de mucho esfuerzo y de varios trámites conseguí adelantar mi salida de la prisión. Fueron momentos llenos de alegría, felicidad, pero también de mucha desesperación y zozobra, al saber que mi salida estaba muy cerca.

El último día en la cárcel fue inolvidable. Cuando caminé por el pasillo para salir, muchos hombres se acercaron a las mallas para gritar y silbar, pero ya no era para amenazarme o maltratarme, como ocurrió a mi llegada. Esta vez era para felicitarme por mi salida. Yo lloré de felicidad.

Al salir de la cárcel, recibí apoyo de una amiga y mi vida dio un giro de 180 grados. Empecé a trabajar en un bar y ahí estuve mucho tiempo, hasta que cerré ese ciclo de mi vida y pude conocer mi verdadera vocación: ayudar a otras mujeres trans.

Hace tres años que conocí a la Asociación Transvida, conformada por un grupo de mujeres trans valientas y luchadoras, que trabajan por los derechos humanos. Dayana Hernández y Antonella Morales me invitaron a formar parte del comité organizador del primer encuentro de mujeres trans, en el año 2018, y eso me permitió unirme a la organización.

Ahora me encargo de la coordinación de las cárceles en Transvida. Mi función es visitar a las mujeres trans privadas de libertad para conocer su situación y suplir algunas de sus necesidades básicas con la entrega de kits de salud y aseo personal; también podemos ingresar ropa femenina y maquillaje. Además, les informamos de sus derechos y les llevamos un mensaje de esperanza. Esto es posible gracias a un convenio con el Ministerio de Justicia y Paz.

Ahora puedo decir con orgullo que soy una mujer trans. Y viendo hacia el pasado, especialmente mi paso por la cárcel, estoy convencida de que mi lugar está en el activismo que lucha por los derechos de las mujeres trans. Y ahora puedo decir que me siento una mujer plena.

Puedo mirar atrás y no solo sentir tristeza por mi pasado, sino también orgullo. Después de salir de la cárcel, junto con mi abogada, insistimos en dar seguimiento a las acciones legales que yo había planteado para exigir que las mujeres trans pudiéramos tener visitas íntimas. Era un derecho que se me habían negado, pero quería que otras mujeres trans sí lo tuvieran en el futuro. Además, a lo largo de los últimos años, también se han conseguido logros importantes y como resultado de luchas colectivas, ahora las mujeres trans pueden elegir si quieren cumplir sentencia en una cárcel de mujeres.

Espero seguir cambiando la historia de Costa Rica y hacer que todas las mujeres trans podamos vivir una vida plena.