RUDA

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La historia del amor prohibido entre Camila O’Gorman y el sacerdote Ladislao Gutiérrez que terminó en tragedia

Por: Joaquín Sánchez Mariño

-Ladislao, ¿estás ahí?
-A tu lado, Camila.

La historia los ubica sentados delante de un paredón. Tienen los ojos vendados. Ella vestida de blanco, él con pantalón negro, chaleco y barba de varios días. Dos cuerpos jóvenes, un tercero en camino. Ladislao Gutiérrez tiene 23 años. Camila O’Gorman 22 y un embarazo de pocas semanas en su vientre.

Es una tarde de invierno de 1848 en la provincia de Buenos Aires. Cuando suenan los disparos de los fusiles se escucha un grito desgarrador que se cuela por las ventanas de algunos vecinos. Primero él, después ella. No será la última vez que dos personas mueran por amor, pero sí acaso la más recordada y trágica de nuestro país.

Todo comienza en 1843 cuando Camila O’Gorman, la quinta de seis hijos del matrimonio de Adolfo O’Gorman y Joaquina Ximénez Pinto, conoce a Ladislado Gutiérrez, un sacerdote proveniente de Tucumán. Ladislao -así le decían- es asignado a la parroquia a la que asisten los O’Gorman y pronto comienza a frecuentar a la familia. Él también era de clase alta: su tío era el gobernador de Tucumán (Celedonio Gutiérrez), y conocía los códigos de los adinerados. Además, había hecho el seminario junto a uno de los hermanos de Camila.

Sus voces fueron lo primero, sus voces sin verse, exactamente igual que en el minuto final de sus vidas.

Poco a poco Camila se fue enamorando secretamente. Se veían seguido en la que hoy es conocida como la Iglesia del Socorro, en Juncal y Suipacha, que por entonces era apenas una zona de quintas.

La sociedad argentina se dividía entre Unitarios y Federales. Los segundos, seguidores de Juan Manuel de Rosas, llevaban siempre consigo la divisa punzó, un distintivo colorado que indicaba su filiación política. Contra Rosas, Justo José de Urquiza. Contra Rosas, desde el exilio en Chile, Domingo Faustino Sarmiento, que escribía permanentes artículos críticos en el periodo El Mercurio.

Sin ir más lejos, cuando supo de la historia de amor entre una joven aristócrata de familia Federal y un cura, no dejó pasar la oportunidad: «Ha llegado al extremo la horrible corrupción de costumbres bajo la tiranía espantosa del Calígula del Plata que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el sátrapa infame adopte medida alguna contra esas mostruosas [sic] inmoralidades», publicó.

-Padre Ladislao
-Te escucho Camila, habla.
-Me muero de amor, Padre…
-Eso no es pecado.

Nadie percibió lo que pasaba. Camila era, para su padre, una promesa de prestigio: las crónicas de la época cuentan que era hermosa, educada al mejor nivel, y que tocaba el piano y cantaba de manera celestial. Lo celestial, hasta entonces, era la forma que tomaba lo perfecto. Lo que venía de Dios solo podía conducir al Paraíso… Pero no fue tanto, sin embargo.

Camila fue creciendo con Ladislao cerca y se enamoraron. Ya no era ella deseando lo prohibido sino ahora él tomándolo. Comenzaron un romance apasionado y secreto. En su cabeza tendría -quién sabe- el ejemplo de su abuela, Anita Perichon, que había tenido un escandaloso romance con el Virrey Liniers, además de una vida «licenciosa» y de ser acusada de espía.

No era el mismo mundo que hoy. El amor, el verdadero, parecía ser un desliz de románticos o de locos. No eran los sentimientos -mucho menos el deseo- lo que ordenaba a una familia, sino a la inversa: la familia debía conducir el deseo.

Los planes del padre de Camila eran verla casada con un joven respetado. Fue él, Adolfo, uno de los más férreos perseguidores de la pareja cuando se supo la noticia. Solo esperó 10 días para denunciarlos ante el gobernador. Según él, era «el acto más atroz y nunca oído en el país», tal como escribió en su carta a Rosas.

-Solo puedo darte escándalo y oprobio -le dijo a su hija.
-No le temo a nada -respondió Camila

El 12 de diciembre de 1847 fue el último día de su secreto. Se fugaron juntos y ya no hubo nada que esconder.

Ladislao pasó a llamarse Máximo Brandier y Camila se convirtió en Valentina Desan. Eran oriundos de Jujuy, según constaba en el pasaporte que consiguieron en febrero de 1848 (al parecer, denunciaron haber perdido los originales). El plan era sencillo: a caballo a través de Luján, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, y finalmente Brasil, donde vivirían tranquilos y contraerían matrimonio.

No obstante, una vez que llegaron a Goya, en Corrientes, detuvieron su marcha. Abrieron una escuela y allí quedaron trabajando un tiempo. Pero -ya lo dice la canción- todo concluye al fin. El 16 de junio Ladislao se encontró con un sacerdote irlandés que conocía su verdadera identidad. Al día siguiente fueron apresados y, por orden del mismo Rosas, trasladados por separado a la prisión de Santos Lugares, en la Provincia de Buenos Aires.

Quedaron casi completamente incomunicados. Había una última carta que intentó jugar Camila: le escribió a su íntima amiga Manuela Rosas (hija del mismísimo Juan Manuel). «No te rindas -le respondió ella-, te voy a ayudar». Consiguió que le llevaran libros a Ladislao y que prepararan una habitación para Camila en la Casa de Ejercicios Espirituales (un convento de la Ciudad de Buenos Aires). Pero esa oportunidad nunca llegó.

En una pausa en el traslado, Camila confesó no estar arrepentida. Lo suyo no era un berrinche ni un ataque al régimen. No era un bombardeo moral ni una subversión. Era una historia de amor, ni más ni menos, que databa desde bastante antes de la fuga. De esas declaraciones en San Nicolás se sabe gran parte de la historia… Y esas palabras, también, pueden haber cambiado su suerte. Al escucharlas, Rosas ordenó la inmediata ejecución de los dos.

-Si yo llegara a tener un hijo tuyo, sería una señal de que Dios no está enojado, ¿cierto?
-Sí mi niña…
-Si estuviera enojado se equivocaría.

La suerte de los dos estaba dictada. Una vez más, algo se interpuso: resultó que no eran dos sino tres. Un médico revisó a Camila y supo que estaba embarazada.Inmediatamente mandó a avisar al gobernador. Las leyes no permitían ejecutar a una mujer en ese estado. Menos lo hubiera permitido su hija, Manuela. Pero las órdenes fueron aún más estrictas: no permitir que los presos llegaran a Buenos Aires a reclamar un juicio y ejecutarlos de inmediato.

La historia, que no se conmueve con las injusticias, quiso luego que el ejecutante y la ejecutada descansaran en el mismo cementerio: los cuerpos de Camila O’Gorman y el de Juan Manuel de Rosas descansan ambos el cementerio de la Recoleta.

Encerrado, Ladislao preguntó por la suerte de Camila. «La misma que vos», le contestaron. Pidió un papel y un lápiz y le escribió su última carta: «Camila mía: acabo de saber que mueres conmigo. Ya que no hemos podido vivir en la tierra, unidos, nos uniremos en el cielo, ante Dios. Te abraza, tu Gutiérrez».

La hora final llegó el 18 de agosto de 1848, cinco años después de haberse conocido. Quién sabe a cuánto de haberse enamorado.

-A veces tengo ganas de llorar. Sería mejor que fuéramos viejos y pudiéramos recordar, y contar…
-Tú no has nacido para esconderte, tú has nacido para amar

«Para amarte», le responde el personaje de Camila al de Ladislao. Es uno de los diálogos de la película Camila, en la que María Luisa Bemberg inmortalizó para siempre la historia de amor. Susú Pecoraro en la piel de la joven O’Gorman, Imanol Arias en la del sacerdote.

Al final, les taparon los ojos y los hicieron sentar uno al lado del otro delante del muro de fusilamiento. Primero él, después ella. Entre medio, las últimas palabras, eternas:

-Ladislao, ¿estás ahí?
-A tu lado, Camila.