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Emma Molina Theissen: “no nos silenciaron pese a la brutalidad de sus acciones”

Fotografía: Quimy de León

Un Tribunal en Guatemala dictó el 23 de mayo de 2018 condena a cuatro militares del alto mando y de la estructura de inteligencia por la detención ilegal y la violación sexual de Emma Guadalupe Molina Theissen; así como por la desaparición forzada su hermano Marco Antonio Molina Theissen, de 14 años, en 1981. La justicia tardó 37 años en llegar.

En voz del juez presidente, Pablo Xitumul, ese día se conoció la sentencia unánime, que considera que los militares acusados son autores ejecutivos de estos hechos, que diseñaron un plan contrasubversivo, y ordenaron un operativo para detener a Emma Molina Theissen, y luego torturarla mediante violación sexual colectiva. Ella logró escapar; después, procedieron a la captura ilegal y a la desaparición forzada de su hermanito.

Las penas fueron de ocho a 25 años de prisión que, sumadas entre sí dictan que, en suma, Manuel Benedicto Lucas, Hugo Ramiro Zaldaña y Manuel Antonio Callejas y Callejas tendrán que pagar una pena de 58 años, mientras que Francisco Gordillo, 33 años. Edeliberto Letona Linares ha sido absuelto. 

EL CASO #MOLINATHEISSEN

Emma Guadalupe fue detenida ilegalmente el 27 de septiembre de 1981 por miembros del Ejército en la carretera interamericana, que cruza Guatemala, y fue llevada a la zona militar de Quetzaltenango Manuel Lisandro Barillas. Ahí fue sometida a interrogatorios, tortura y violación sexual. A los ocho días ella logró huir por una ventana. El 6 de octubre de 1981, un día después, varios militares vestidos de particulares y armados fueron a la casa de sus padres de donde se llevaron a su hermano, Marco Antonio, que tenía 14 años. Hasta la fecha no se sabe en dónde está.

La mañana del 6 de enero de 2016 fueron detenidos varios militares por una orden de aprehensión y arraigo emitida por el juzgado. Se les acusaba de desaparición forzada, violación agravada y deberes contra la humanidad. 

ENTREVISTA

-¿Quién es hoy Emma Molina Theissen?

-Soy una mujer de 56 años, madre de una hija inteligente y trabajadora, y abuela de un pequeñito de dos años y medio que es la más reciente alegría de mi vida. Soy la hija orgullosa de una mujer cuyo amor es la fuerza vital de la familia, especialmente en la búsqueda de justicia para mi hermanito Marco Antonio y para toda la familia. Y soy también la hermana de dos valientes, honradas y dignas mujeres. Soy también una profesional de la ingeniería de sistemas de información. Me considero exitosa en mi carrera y he logrado cosechar respeto y reconocimiento en mi campo. Estoy muy orgullosa de haber estudiado en la Universidad y de tener una maestría que pude estudiar hasta hace pocos años. La Universidad significó mucho sacrificio. Soy la directora de tecnología de información de una empresa aseguradora del magisterio costarricense, y trabajo entre 50 y 55 horas a la semana. Proyecto jubilarme en cuatro años, para lo cual estoy ahorrando todo lo que puedo. Quiero descansar y dedicarme a acompañar a mi nieto en sus años de escuela. Voy a entregarle a él el tiempo que no pude darle a mi hija. 

-¿En qué momento y cómo fue que tomó la decisión de buscar justicia?

 -Siempre perseguimos la justicia. En 1997, luego de la firma de los Acuerdos de Paz, buscamos la justicia presentando la denuncia en un juzgado penal. Y, cuando no hallándola en Guatemala, la familia recurrió al sistema interamericano de derechos humanos. Este último dio trámite a la acusación del Estado, por el secuestro y desaparición de mi hermano Marco Antonio, que culminó en una sentencia mediante la cual se condenó al Estado guatemalteco, en 2004. Aunque ante el sistema interamericano yo no figuré como víctima, por decisión mía, siguiendo los hechos y las pruebas periciales, la Corte Interamericana dictaminó que yo también lo fui, al igual que toda la familia. En Guatemala se ha seguido el mismo camino. Lo que sucedió y mi escapatoria forman parte de una cadena de hechos en la que detención ilegal de mi hermano es un eslabón más. Es un continuo de sucesos inseparables. 

-¿Por qué rompió el silencio y decidió contar lo que ocurrió durante su cautiverio?

-Las personas, compañeros del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) en su mayoría, que me auxiliaron, me protegieron y me ayudaron a salir de Guatemala, supieron desde el primer momento todo lo ocurrido durante mi detención. 

-¿Cuál ha sido el recorrido de su palabra, su testimonio?

-Entre octubre de 1981 y abril de 1982 conté lo sucedido a personas que me rodeaban. En México, a donde llegué en enero de 1982 en calidad de exiliada, me sentía muy cerca de la comunidad de guatemaltecos, la mayoría con historias trágicas, pérdidas familiares o experiencias terribles de persecución. Todos vivíamos al filo en todo sentido, material y emocionalmente. Contarnos lo que vivimos y cómo nos sentíamos nos proporcionaba un sentimiento de seguridad y contención afectiva en la soledad y en la tristeza que todos cargábamos.

En mayo de 1982, fui informada del secuestro y desaparición de Marco Antonio. No estaba enterada porque mi familia y los compañeros del partido [PGT] lo ocultaron para no debilitar aún más mi frágil estabilidad emocional, socavada por el terror. Decidieron contarme lo sucedido porque sería publicada una lista de personas desaparecidas, en la que figuraría Marco Antonio. Quisieron que no me enterara leyendo la lista.

Después, en 1983, junto con otras personas familiares de desaparecidos, conformamos el Comité Guatemalteco de Familiares de Detenidos Desaparecidos y nos sumamos a la denuncia de lo que ocurría en Guatemala. Eran los años del golpe de Estado de Efraín Ríos Montt y la más violenta represión en Guatemala. No teníamos dinero y nuestra voz era la de una hormiga en un país de 75 millones de habitantes, con exiliados de todo el mundo que daban a conocer su realidad, buscando solidaridad para su propio país. En medio de aquellas actividades asistimos a foros públicos de denuncias y yo contaba la historia de mi detención y el secuestro de mi hermano. Hacíamos afiches y los pegábamos en las calles del centro histórico de la ciudad.

Ese mismo, la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala (CDHG), que funcionaba en el exilio en la Ciudad de México, recibió al recién nombrado relator especial de Derechos Humanos de la ONU para Guatemala, el ahora vizconde Colville de Culross, un inglés de mirada gélida que no hablaba una pizca de español. Me recibió diez minutos con su traductor.

Narré mi historia, tomó nota y salí. De él y su impertérrito rostro no recibí una sola palabra ni el menor gesto de empatía. Pero tengo la convicción de que en algún momento se llegó a escuchar mi voz, mi testimonio, porque era la repetición abrumadora de las palabras de muchos que apenas logramos escapar de la muerte. México tenía en la zona fronteriza con Guatemala asentamientos de poblaciones rurales guatemaltecas con cientos de personas que huyeron de las masacres y vivieron más de diez años en campamentos de refugiados, de los que lograron retornar finalmente después de la firma de los aAuerdos de Paz. Ellos constituyeron una denuncia permanente del estado de terror que se vivía en las zonas rurales de Guatemala

Mi exilio continuó en Costa Rica, a donde llegué en 1985. En el 86 me integré a una asociación de familiares de desaparecidos en Centroamérica, que llevó ante el sistema interamericano el primer juicio contra desaparición forzada. Culminó en 1988, con la condena al Estado hondureño por la desaparición de dos personas. La sentencia constituyó un precedente fundamental para la lucha por los derechos humanos en la región.

Durante 35 años, he narrado mi experiencia ante jueces, abogados, fiscales, representantes del Gobierno, organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales, miembros del cuerpo diplomático y periodistas. Asimismo he prestado testimonio judicial en todo momento en que ha sido requerido por los procesos legales nacionales e internacionales. 

-¿Por qué ha sido para usted importante denunciar, a pesar de lo difícil de los hechos ocurridos y de las implicaciones que pueda tener hacerlo?

-Porque no nos resignamos ante la desaparición de Marco Antonio. Porque todo lo que sucedió no puede quedar impune. Por el inmenso dolor causado a mis padres quienes, que lo buscaron incansablemente y solo recibieron la indiferencia de las autoridades y la persecución de la inteligencia militar. Porque todavía tenemos la vida, el vigor y la voz para gritar que lo que nos hicieron no está olvidado y que no nos silenciaron pese a la brutalidad de sus acciones.

 -Usted fue sometida a interrogatorios, abusos físicos, psicológicos y sexuales para obtener información estratégica y para lograr que fuera colaboradora del Ejército. ¿Estaba desarrollando en el momento de su detención alguna tarea, o acción específica?

-Mi detención ocurrió cuando yo viajaba en una camioneta desde la capital hacia Quetzaltenango. Eran cerca de las ocho de la mañana y el bus fue detenido por un puesto de vigilancia a la altura de Santa Lucía Utatlán. Yo portaba documentos de estudio político y panfletos del Partido Guatemalteco del Trabajo. Los soldados hallaron los documentos y me detuvieron. No andaba armada. Nunca anduve armada ni sabía utilizar un arma. 

– ¿Por qué el hecho de haber sido miembro de la Juventud Patriótica del Trabajo la convertía en enemiga del Estado?

-Desde la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional y la estrategia de guerra de baja intensidad, prácticamente cualquier persona que fuera sospechosa de disidencia ideológica y actividad política, era considerada enemiga del Estado y, por lo tanto, perseguida por eso. En mi detención, tenía 21 años y recién había sido dirigente estudiantil en secundaria. Participé en movimientos populares contra el alza del pasaje urbano, en el sepelio de Robin García con la marcha de los claveles rojos, así como en huelgas y manifestaciones pacíficas de protesta.

Desde la visión de los militares que tenían el poder en los años 80, mi actividad ciudadana o la militancia en una organización de izquierda apuntaban a que yo fuera considerada enemiga del Estado. 

Pero… ¿cuál es la visión desde una óptica de institucionalidad de justicia y legalidad? Que el Estado guatemalteco violó inclusive su propia legalidad. Las leyes guatemaltecas han reconocido derechos civiles y políticos, de libre asociación, libertad de expresión del pensamiento y consagraron en la Constitución de la República, además del derecho a la vida. En esa lógica, el Estado violó mis derechos políticos desde el momento de considerarme enemiga del Estado, justamente por ejercer estos derechos.

Si bien es cierto que las organizaciones de izquierda, como el partido comunista (PGT), eran ilegales, el Estado continuó violando mis derechos al detenerme ilegalmente, al no ser presentada ante un juez competente, al no ser legalmente acusada de actos al margen de la ley y al negar mi derecho a la defensa. Estuve además detenida en un cuartel del Ejército, en una cárcel clandestina porque los recintos militares no forman parte del sistema carcelario.

Y eso no bastó. Durante los nueve días de mi detención ilegal, fui sometida a tratos crueles, inhumanos y degradantes. De acuerdo con la práctica oficial de esos años, con toda seguridad, mi detención hubiera culminado con mi asesinato. 

-¿Por qué cree usted que se daba este trato a opositores? ¿Por qué tanta saña? 

-La detención ilegal, la tortura y el asesinato de opositores políticos o dirigentes sociales era parte de un plan que buscaba sofocar el descontento de sectores del país, por medio del terror. Organismos de derechos humanos nacionales e internacionales calculan que el Estado asesinó a cerca de 250.000 personas, de manera individual o colectiva, y que desapareció a otras 45.000 personas en Guatemala. Entre las personas desaparecidas se contabilizan 5.000 niños. Entre ellos, mi hermano, que tenía 14 años al momento de su secuestro.

La saña que me fue aplicada es la misma que sufría cualquier persona capturada ilegalmente. Yo no fui la excepción. Las torturas de las que fui víctima fueron las mismas que recibió toda persona que cayó en manos de la inteligencia del Ejército o sus efectivos, aparatos oficiales o clandestinos, llámese soldados, policía militar ambulante, G2 o escuadrón de la muerte. Era cuestión de tiempo que me asesinaran con tortura. Digamos que yo tuve la “suerte” de que las torturas que me aplicaron no me mataron de inmediato, como ocurrió con personas cuyos cadáveres eran arrojados a la orilla de caminos, o a ríos como el Motagua, tras pocas horas de la captura ilegal. 

– Por el hecho de ser mujer y estar en manos del Ejército sufrió diferencia en el trato durante interrogatorios.

 -Considero que la violencia sexual de la que fui objeto era un tratamiento rutinario hacia las mujeres capturadas ilegalmente. Los ataques sexuales son una forma de tortura especialmente aplicada a sabiendas de que el enorme daño no solo es físico, sino moral y emocional. La violación es violencia pura, cruel y destructiva. Es sometimiento al soldado poderoso, protegido por la clandestinidad de la detención y por su posición impune ante la ley. El soldado o efectivo militar que viola a una mujer secuestrada pone en práctica su adiestramiento, caracterizado por la carencia absoluta no solo de conocimiento de los derechos humanos más elementales, sino de la sensibilidad más básica hacia las personas. La violación es un arma de guerra. La practican los Ejércitos en todo el mundo porque es sumamente efectiva para paralizar la fuerza formadora de la vida y la conciencia a partir de la mujer, dentro de la familia. Aprendí en carne propia que estar en manos de los militares significa ser objeto de las más asquerosas, denigrantes y dolorosas formas de violencia sexual. 

-En el proceso penal desde la defensa de los acusados se ha tratado de deslegitimar su testimonio usando adjetivos como “loca” o “traidora”, ¿cómo se siente al respecto? 

-El Ejército no reconocerá lo que hicieron. Han cerrado filas para ocultar la información y protegerse. Puede ser que algunos, en su fuero interno, sepan que lo actuado estuvo mal, que viola leyes, que está muy lejos de los principios morales aprendidos o de sus enseñanzas religiosas. Aun así, el Ejército ha decidido guardar silencio y, aunque institucionalmente no defiende a los acusados, tampoco entrega información ni hay integrantes prestando testimonio para esclarecer la verdad. No hay voluntad institucional para limpiar su nombre ni hacer frente a las consecuencias de sus actuaciones que, aunque son pasadas, fueron oficiales y sistemáticas. Imagino el conflicto ético que podrían estar atravesando oficiales del Ejército de las nuevas generaciones, que no estuvieron directamente involucrados en los actos represivos.

Las acusaciones de locura obedecen a esa lógica. Intentan descalificarme como persona y como sujeta de derechos. Quieren al menos sembrar así la duda sobre mi testimonio, en el intento de “razonamiento” de que una persona loca no dice la verdad, cosa que tampoco es necesariamente cierta. 

-¿Por qué es importante que el Estado sea demandado? 

-Primero, porque el Estado guatemalteco en su conjunto es responsable de la actuación de sus Fuerzas Armadas. También es responsable de la impunidad de los actos criminales cometidos por el Ejército en los años 80.

Se quiere hacer una separación del Gobierno y el Ejército, pero todos forman el conjunto llamado Estado. El Ejército también está compuesto por funcionarios públicos, pagados con los impuestos de los guatemaltecos y, por lo tanto, al servicio de la sociedad en su totalidad. En tanto es así, los ministerios a su cargo, como el Ministerio de la Defensa, tienen plena responsabilidad en la comisión de delitos por parte de las Fuerzas Armadas. También es responsable un poder judicial que negó las posibilidades de aplicación de la ley y no impartió justicia durante tres décadas y media.

Lo mínimo por lo que tendría que responder el Estado es por su incapacidad y negligencia para proteger la vida, la seguridad y la integridad física y emocional, mías y de mi hermano. Segundo, el Estado no ha cumplido en su totalidad con sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos. En este caso, con las medidas de reparación ordenadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos para garantizar la no repetición de estos crímenes de lesa humanidad. 

– ¿Para usted qué significa en este momento justicia y resarcimiento?

-Justicia es la posibilidad de que haya leyes y de que sean aplicadas para juzgar y castigar a quienes violan los derechos de las personas, sin distinción de ninguna clase. Mi concepto de resarcimiento es la búsqueda de reparación del daño causado a las víctimas. Hay varias formas de resarcimiento. En primerísimo lugar, el establecimiento de la verdad, conocer qué pasó con la víctima, y la aplicación de la ley; es decir, juicio y castigo, conforme al derecho, a los responsables de los crímenes cometidos. En segundo lugar, que la sociedad conozca los hechos criminales y el daño causado. Es importante y valioso si además el reconocimiento se acompaña del compromiso estatal de no repetición. Cuando este reconocimiento parte de una voluntad general y honesta, se materializan toda clase de mecanismos institucionales y leyes en contra de una nueva comisión de los delitos, así como de acciones para resguardar la memoria histórica mediante los cuales se reconoce lo actuado y se preserva y honra la vida de las víctimas. En tercer lugar, la reparación del daño material que trajo consigo el hecho criminal. Generalmente, esto consiste en una compensación económica, contemplada en el derecho internacional. En nuestro caso, la familia recibió en conjunto 698.000 dólares, la suma es insignificante o simbólica si con ella se tratara de “pagar” por la vida de Marco Antonio o, si de esta manera, se quisiera compensar por los efectos físicos y psicológicos o por el profundo, continuo y permanente dolor provocado a la familia, especialmente a mis padres. 

-¿Qué espera de este proceso penal?

-Espero que el proceso deje claridad sobre lo que sucedió. El esclarecimiento de los hechos significa que la sociedad guatemalteca reconozca que yo fui detenida ilegalmente, que sufrí violencia sexual y que fui sometida a tratos crueles, inhumanos y degradantes. Significa que reconozca que, en venganza por mi fuga, mi hermanito Marco Antonio fue secuestrado, desaparecido y asesinado y que a la G2 no le importó que tuviera solo 14 años ni el dolor que causaba especialmente en mis padres. Significa que la historia se escribirá de otro modo y se podrá comprobar que las acciones contrainsurgentes del Ejército incluyeron actos criminales, aun dentro de sus represivas leyes, no digamos a la luz de los derechos humanos, que es uno de los principales logros de la humanidad.

Espero que Guatemala establezca este proceso como un punto de partida, como un precedente, para que nunca jamás haya desaparecidos por razones políticas y para que se investigue el paradero de los niños y adultos desaparecidos. Espero que este proceso avive la esperanza de que Guatemala fortalezca la ley y la institucionalidad de la Justicia como forma civilizada de dirimir los conflictos y que se vaya desterrando la violencia como forma imperante de relación social.

Y, finalmente, espero que se materialice el gesto de justicia más importante para mi familia: la entrega de los restos de Marco Antonio para su digna sepultura. Merecemos cerrar el duelo inconcluso que nos roba la paz desde hace tres décadas y media.