RUDA

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El largo camino hacia un futuro mejor

Por Jazmín López

Si hubiera nacido en otro país y en otras circunstancias, Lucía* tal vez estaría empezando la universidad y viendo las series de televisión que le gustan, en su tiempo libre. Tal vez ahora, a sus 21 años, Lucía estaría en cualquier otro lugar y no vendiendo dulces de casa en casa en una aldea de Izabal, tan lejos de su natal Honduras. No habría llegado al portón de mi casa y no me habría contado su historia.

Lucía es una de las miles de personas migrantes que atraviesan Guatemala para llegar a Estados Unidos, huyendo de la pobreza y la constante amenaza de las maras. Viaja con Raúl*, su esposo. Él tiene 27 años de edad y lleva cerca de una década en esta travesía. Salió de Honduras por primera vez, a los 17; Lucía, a los 16. Juntos, llevan varios años en el peligroso ciclo de movilizarse en un país extranjero, de ser deportados e intentar de nuevo. 

A lo largo de la carretera que conecta a Río Dulce con Petén, es común ver a migrantes caminando en dirección al norte. Es fácil reconocerlos: van a pie, con poco equipaje, en camiseta, shorts y sandalias, atuendo que parece poco apropiado para el incandescente sol izabalense y la larga caminata sobre el asfalto. Con mucha frecuencia, viajan con niños en brazos o tomados de las manos. 

El informe No. 3 Guatemala: Migración y Movilidad Humana, elaborado por la Oficina del Coordinador Residente y la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), refiere que en Guatemala se identificaron 173,406 personas migrantes en tránsito, en el período del 21 de abril al 6 de noviembre 2022. La mayoría venezolanos (52%) y hondureños (20%). Sentados en la banqueta de mi casa, viéndolos jugar con mis gatos mientras me cuentan su historia, es difícil imaginar a Lucía y Raúl como parte de esta estadística masiva e impersonal. 

Ambos salieron de Honduras sin ninguna compañía hace dos meses, a pie. Como en años anteriores, hicieron todo el viaje pidiendo aventón, o caminando. Viven al día, con el poco dinero que pueden reunir mediante la caridad de algunas personas, o vendiendo lo que pueden. Si no encuentran un albergue, duermen en la calle. Guatemala, al ser un lugar de paso, existen varios refugios que brindan atención y ayuda a los migrantes. El más cercano para Lucía y Raúl se encuentra en la parroquia de la aldea Semají, ubicada en la ruta hacia Petén. Allí podrán obtener agua, comida, ropa, zapatos y un lugar para pasar la noche y asearse. 

Este albergue, que fue fundado por la Pastoral de Movilidad Humana en el año 2021, es administrado y atendido actualmente por la Provincia Claretiana de Guatemala, y recibe entre 50 y  60 personas al mes, según un informe proporcionado por Dilcia Damián, asistente de migrantes en tránsito en la organización.

En los cinco o seis años que llevan intentando cruzar juntos la frontera de Estados Unidos (una pierde la noción del tiempo, me dice), Lucía ha conocido haitianos, salvadoreños, africanos y cubanos que han cruzado la famosa selva del Darién, que conecta Centroamérica con América del Sur, y han experimentado el horror de caminar entre el olor de los cadáveres dispersos esporádicamente en la ruta. La mayoría de ellos son muy jóvenes. Lucía dice que no es extraño que hasta niños de 9 o 10 años tengan que salir de Honduras solos, amenazados por las maras. “¿Por qué niños tan chiquitos?”, le pregunté. “Porque allá la mayoría de la nueva generación va creciendo con ese sentimiento de unirse a una pandilla para estar más seguros, para que los narcos no les vayan a hacer daño. Se sienten más seguros con las pandillas’’, explicó. 

La situación de las niñas no es la mejor. Según Lucía, a las que ven bonitas las escogen “para mujeres de los mareros’’. A las que no les atraen, las reclutan para repartir drogas, o de vigías, para avisar de la presencia de policías. 

Con respecto a las maras, Lucía tiene experiencias propias. En su pueblo, Santa Rita, donde ganaba 8 mil lempiras al mes (Q 3835.70), tenía que entregarle la mitad de su salario a los mareros. Este tipo de extorsiones son comunes y afectan a negocios, tuc tucs, taxis, casas, relató. ‘“Hasta al perro y al gato si es posible’’, añade. Ha escuchado la misma historia de otros compatriotas migrantes, provenientes de otros puntos del país, incluso de la capital. La situación es similar en toda Honduras.

Guatemala también es hostil para ellos. Durante su paso por el país los migrantes como Lucía y Raúl están expuestos al hambre, violencia y discriminación.

Las mujeres y personas de la comunidad LGBTIQ+ son especialmente vulnerables a la violencia sexual. La mayoría de las mujeres prefiere viajar junto a un hombre (pareja o amigo), para obtener protección. En las regiones fronterizas de Petén, corren el riesgo de ser secuestrados por miembros de cárteles o personas que tienen nexos con ellos. ‘‘A los hombres los matan y a las mujeres, las venden’’, comentó Lucía. 

En el viaje hacia el sueño americano todo es temporal y transitorio: las amistades, las provisiones, la seguridad, el dinero. Llevar pisto puede hacer la diferencia entre llegar o ser deportado y tener que empezar el viaje, otra vez, desde el principio. No solo el crimen organizado cobra derecho de paso, también los policías. Raúl y Lucía han tenido que pagarles a las autoridades guatemaltecas en la frontera con Honduras y en los puestos de control, a cambio de cruzar o continuar su camino.

A pesar de las dificultades del viaje, el frío, el calor y la incertidumbre, regresar a Honduras no es una opción para ellos. No ven un futuro en su país. 

En pago por su tiempo y sus historias les di algo de dinero. Espero que les sirva, que puedan comprar comida o más cosas para vender, espero que les salve la vida. Ellos me agradecen, acarician por última vez a mis mascotas y se van con sus propias esperanzas. Esperan poder vender un poco más hoy y continuar su viaje mañana, esperan que su Dios no los abandone. Si los detienen, dice Raúl, lo intentarán otra vez. 

*Nombres ficticios para resguardo de su seguridad