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El camino de una trabajadora del hogar buscando justicia económica

Fotografía: Paolina Albani

María López Cabrera originaria de Flores Costa Cuca, Coatepeque, Quetzaltenango, ha sido trabajadora del hogar durante 54 años. Las líneas de su semblante cuentan la historia de una mujer de 70 años, experimentada y vigorosa, aunque de personalidad tímida y amable. Su último empleador murió a causa del coronavirus quedando desprotegida y sin empleo, pero la mediación de la Asociación de Trabajadoras del Hogar a Domicilio y de Maquila (Atrahdom) la ha ayudado a conseguir justicia económica.

María o Mari, como prefiere que le llamen, llega a la Ciudad de Guatemala a los 16 años. En la finca donde vivía junto a su familia no había trabajo para ella, el dinero era escaso y apenas les alcanzaba para comer. Como hermana mayor siente la responsabilidad de aportar algo a la casa. Empaca su ropa, se despide de sus papás y hermanos, y parte. Antes de dejar el mundo que conoce, solo ha logrado completar el tercer grado de primaria.

Encuentra su primer empleo como trabajadora del hogar en una casa de la zona 3. Se queda allí seis años. La familia que la acoge la trata como a una hija más, según cuenta. Su primer salario era de 20 quetzales, que administraba de manera eficiente para cubrir sus gastos y enviar un porcentaje de vuelta a la finca.

Una amistad le ofrece un trabajo donde ganaría 15 quetzales más y así es como deja la zona 3. En este nuevo empleo permaneció 5 años. En el siguiente no tuvo tanta suerte. Apenas tenía en esa casa un mes, cuando lo tuvo que dejar, porque la dueña de la casa la maltrataba a ella y a otras dos compañeras.

Yo me sentía mal porque no había comida. La señora la trataba a una como ella quería. La comida la comprábamos por nuestra cuenta. Ella quería empleada, pero que no comiera”, dice Mari.

Desde entonces ella ha trabajado en diferentes casas en las zonas 11, 12, 14, 15 y en Puerta Parada.

La vida de Mari es como la de muchas otras mujeres que se dedican a ser trabajadoras del hogar. Un empleo mal pagado, que viene acompañado de malos tratos y humillaciones. Además de la vulnerabilidad que representa emplearse en el sector informal y que, legalmente, las perjudica pues varios “patrones” eluden sus responsabilidades económicas.

En Guatemala, hay 242 mil trabajadoras del hogar o domésticas, según la última Encuesta Nacional de Empleo e Ingresos (ENEI) de 2019. Al menos, 6 mil 148 niñas y niños entre las edades de 7 y 14 años, desempeñan este trabajo.

Más del 77.5% de las mujeres de la región latinoamericana trabaja en el empleo del hogar y operan desde la informalidad. En Centroamérica y el Caribe los niveles de informalidad superan el 90%. Guatemala está entre los 8 países que no cubren el seguro social de las trabajadoras, según el estudio Trabajadoras remuneradas del hogar en América Latina y el Caribe frente a la crisis del Covid-19 de la OIT y ONU Mujeres.

El Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) establece que las trabajadoras del hogar tienen derecho a un entorno seguro y saludable, y el Convenio 190 aborda la violencia laboral en el hogar.

En muchos trabajos no constituye una falta, que el empleador le grite o le diga palabras soeces a la trabajadora. La misma relación de trabajo no se presta para dar un refugio al empleado. No hay manera que la inspección de trabajo tenga control cuando pasan estas situaciones. El convenio aborda la violencia psicológica y la violencia que puedan ejercer terceros desde el lugar de trabajo”, indica Yesenia Sánchez, de Atrahdom, quien acompaña a Mari el día de la entrevista.

Una muerte por Covid-19

María sostiene el retrado de Mario López, su último empleador, fallecido por Covid-19. Foto: Paolina Albani.

El siguiente empleo de Mari, luego de toda una travesía por diferentes zonas de la ciudad capital, la lleva finalmente a la zona 18, donde actualmente permanece. Allí es contratada para encargarse de un matrimonio de ancianos, los Sánchez Cortez. Trabaja dos años con ellos. Tras su fallecimiento, el único hijo de la pareja le ofrece empleo y se queda a su lado los últimos 11 años.

En la bufetera de la casa de unos vecinos, una vivienda que ahora cuida Mari, hay una foto mediana en blanco y negro y sin marco, casi escondida entre las fotos de los dueños de la casa. Es el rostro de Mario Antonio Sánchez Cortez, su último empleador.

“Marito” como le llama cariñosamente Mari, ha sido más que un patrón para ella. La relación entre ambos es afín y respetuosa. Él, un hombre soltero y sin hijos. Vive dedicado a su trabajo como gerente en una organización internacional y viaja a menudo.

Mari recuerda con afecto que los fines de semana que él estaba en casa no la dejaba cocinar para poder invitarla a comer.

Se vieron por última vez el 24 de diciembre del año pasado, antes que ella viajara a su pueblo natal para pasar la Navidad con su familia. Unos días después de Año Nuevo, Mario viajó a México por asuntos de trabajo. Allá se infecta de Covid-19. Mari ya no lo vería regresar, solo a sus cenizas.

En los primeros días de enero, Mario todavía la llamaba todos los días, para preguntarle cómo estaba ella y Camilo, su perro.

Me decía que estaba preocupado porque no había dejado suficiente dinero y comida para los dos. Yo le decía que todavía alcanzaba. Un día me dijo que se sentía mal. Yo lo tranquilicé diciéndole que seguramente era un resfriado, pero que debía acudir con el médico. Él me decía que ya había ido y que estaba esperando los resultados”, cuenta con voz triste.

Pronto llegan los resultados. Mario le confirma que se trata de coronavirus. Las llamadas, que antes eran diarias, dejan de llegar. Mari entra en estado de alerta porque un amigo en México, es quien intermedia entre los dos. Tenía razón en alarmarse.

Una noche, me tocaron la puerta y me dijeron que Marito había fallecido. Me agarró un frío en todo el cuerpo, pero no era miedo. No sé qué era”, cuenta y se estremece al recordarlo. “Fue como mi propio hijo. Me cuidó mucho”, agrega.

Además de tener que enfrentar la pérdida de un ser querido, también tiene que hacer frente a su nueva situación: el desempleo. Cinco días después de la muerte de Mario, los familiares de este llegan a la casa para sacar algunas pertenencias y le piden que desaloje.

Consigue quedarse dos meses más y los familiares le pagan 2 mil quetzales por el tiempo que ha cuidado la casa. Mari ha gozado de un salario de 2 mil 500 quetzales mensuales desde que trabaja para Mario. La brecha entre el salario y lo que recibe de la familia es significativa.

Como ha trabajado por mes toda su vida, siempre ha dependido de que sus empleadores le den alojamiento, así que no tiene un lugar propio en la capital en el cual refugiarse. Unos vecinos le ofrecen hospedarla a cambio de cuidar la vivienda mientras están ausentes.

Han pasado cinco meses de ese momento y Mari no ha conseguido un trabajo que reemplace el que tenía. Dice que sale a buscar “trabajitos” de un día, pero estos son escasos. Cada 7 o 15 días consigue alguno en las casas de la zona donde cobra 50 quetzales porque “es lo más que a una le dan”.

Estirándolo bien, a veces compro un paquete de frijoles ya preparados. El gas lo compré yo también, porque no había gas. Ciento veinte me costó el de 25 libras. De ahí a veces compro frijoles que es lo que más abunda. Me alcanza para 2 o 3 días. Lo acompaño con huevito, con arroz, si es que llego a eso. Si no solo frijoles. allí voy saliendo», cuenta.

El trabajo que hace incluye todo lo imaginable: hacer limpieza, poner orden, hacer de niñera, de cocinera y de lavandera. En ocasiones, de enfermera.

Como otras trabajadoras del hogar, Mari solo ha logrado apartar el suficiente dinero para enviarlo a su familia, quienes han cuidado de sus dos hijos desde que eran pequeños para que estos pudieran estudiar. “Ellos fueron mis ahorros”, reconoce. Pero Mari no tiene un colchón ni una cuenta bancaria ni un seguro que la proteja mientras encuentra un nuevo trabajo.

Justicia económica y laboral

María dice que procura estirar los 50 quetzales que gana por limpiar casas, un trabajo que cada vez escasea más. Foto: Paolina Albani.

Debido a su situación, una de las vecinas le aconseja que se asesore con Atrahdom. La asociación conoce su caso desde febrero de este año, y desde entonces empieza el contacto con la organización en la que Marito trabajaba. Sobre todo porque la empresa publica un mensaje en sus redes sociales que lee:

“A quienes se consideren beneficiarios del Señor Mario Sánchez, quien laboró para la entidad (cesado por fallecimiento), deberán presentar solicitud firmada en término de quince días hábiles, adjuntando certificaciones justificativas del parentesco e indicando las razones de reclamación para regularizar los derechos laborales post mortem pendiente”.

Yesenia Sánchez refiere que el proceso con la organización, incluía probar la relación laboral que Mari había tenido con su exempleador. “Nos acercamos y les hicimos ver que don Mario tenía compromiso con su trabajadora. Nos pidieron toda la papelería. Nos pidieron constancias de pago, pero esas nunca existieron”, cuenta.

En una mediación con la Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH), se establece que los familiares de Marito no tienen ninguna responsabilidad legal de cubrir la indemnización por los 11 años de trabajo de Mari. En un cálculo inicial hecho por el Ministerio de Trabajo (Mintrab) se estimó que debe recibir 54 mil quetzales de indemnización.

Uno de los problemas es que los familiares de Mario se quedaron con el cuaderno donde Mario llevaba el registro de los pagos hechos a María. También se quedaron con la escritura de la casa y las llaves.

“Yo no podía hacer nada porque simplemente soy una doméstica. No podía intervenir”, explica Mari, quien asegura que Mario siempre estaba solo y su familia no lo visitaba.

“No buscamos confrontación, sino conciliar”, interviene Yesenia Sánchez. Y esto ocurre porque los procesos judiciales, aun cuando todo está a favor de la trabajadora y se puede corroborar el vínculo laboral, tardan dos años como mínimo.

Tras cinco meses de conciliación, Mari recibe la noticia de que será una de las seis beneficiarias que recibirán un reconocimiento económico por parte de la organización y que el monto será equitativo entre las partes que reclamaron la indemnización de Mario.

A la fecha, ni Atrahdom ni Mari saben bien de cuánto será el pago, pero lo toman como una victoria en un contexto en el que las trabajadoras del hogar suelen tener salarios que no llegan al mínimo y en donde el horario laboral excede las 8 horas.

Se deja la vida propia para cuidar del empleador”, reflexiona Mari. “Muchas no tienen familia porque si resultan embarazadas pierden el trabajo”, agrega Yesenia Sánchez.

Con 54 años de experiencia, Mari comparte un consejo para las demás empleadas del hogar: “No se dejen que las traten mal. Siempre pueden acudir a un lugar donde les pueden ayudar”.

Un nuevo comienzo

Antes de la pandemia utilizaba sus días libres para limpiar otras cosas en colonias privadas. En una de las viviendas que limpiaba la persona que me llamó me dijo: Ahí come doña Mari. Cuando termine de limpiar allí en la mesa le dejé un billete de 100. Yo le dije que no había traído vuelto. El me dijo: el billete es suyo, Mari. ¿El billete es mío?, le pregunté. Estaba tan contenta con los 100 quetzales”, relata.

Mari ya está vacunada, pero esos trabajos por día han disminuido y muchas familias aún tienen miedo en dejar entrar personas externas, por la posibilidad que representa el contagio del coronavirus.

La crisis sanitaria, social y económica desencadenada por el COVID-19, así como las medidas de confinamiento impuestas en la mayoría de los países, están impactando particularmente en las trabajadoras domésticas por varios motivos. En la mayoría de los casos, ellas asumen la responsabilidad por los cuidados y la limpieza tanto del hogar donde trabajan como del suyo propio, en un momento donde la tarea de cuidados se ve intensificada por tener que atender a población de riesgo (personas mayores o enfermas) y a personas con discapacidad, en situación de dependencia y/o a niños y niñas que permanecen durante todo el día en los hogares debido a las restricciones de movilidad y a la suspensión de clases”, refiere el estudio Trabajadoras remuneradas del hogar en América Latina y el Caribe frente a la crisis del Covid-19.

Ahora, el sueño de Mari es poder utilizar la indemnización para regresar a Coatepeque y poner un negocio con su hermana menor. Cualquier negocio es bueno, dice. Ya sea una tienda o vender algún producto específico.

Pese a que fue reconocida para recibir el beneficio económico, un logro que no todas las empleadas del hogar consiguen, Mari se muestra triste, ya que dice que nada podrá reemplazar a Mario y el hecho de no tener un trabajo fijo.