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Cuestionamiento, soledad y pobreza: consecuencias del confinamiento para las familias monomarentales

Fotografía: La Marea

Por: Patricia Simón

“Tengo la sensación de tener que estar dando todo el tiempo explicaciones sobre mi vida, como si fuese una mala madre que expone a sus hijos a peligros y a otras personas a ser contagiadas. Es una fiscalización continua”.

Laura Guijarro es madre soltera, familia monomarental o “estamos mi hijo y yo solos”, como muchas de estas mujeres resumen su situación cuando se ven obligadas a definirla. Nunca como en estos días se habían sentido tan juzgadas y vigiladas. Guijarro es antropóloga, trabaja en una entidad social dedicada al acompañamiento de las personas sin hogar en Barcelona, y vive con su hijo de 9 años.

Desde que se decretó el confinamiento, hacer la compra se ha convertido en un experimento de las consecuencias de la vigilancia policial que algunas personas han asumido. Le han impedido el paso en varias cadenas de supermercados por ir con su hijo, en otro al que sí pudo acceder fue recriminada por un cajero. A la vuelta una de esas veces, fue parada por unos mossos a los que les explicó que el decreto que regula el estado de alarma permite ir a comprar con los menores cuando no hay con quien dejarlos. “Pero este niño ya se puede quedar solo”, le contestaron. Una compra que no debía de haberle llevado más de 20 minutos se había alargado una hora y media por las colas, así como por las distancias y medidas de seguridad. Mientras Guijarro se veía obligada a dar todos esos argumentos y por qué no le parecía responsable dejar a un niño de 9 años casi dos horas solo, una señora mayor se le acercó para reprenderla. A su lado, escuchaba el crío con guantes y mascarilla.

No es el único incidente que ha vivido en este mes de confinamiento, y eso que solo sale una vez a la semana. Un sábado por la tarde, en el que no había nadie en la calle, fue con el niño a arrancar el motor de su coche para que no se quedase sin batería. Oculto tras las cortinas de un balcón, alguien le gritó que no podía salir con él.

La mitad de las mujeres entrevistadas para este reportaje han vivido episodios parecidos.

Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en España hay 1,8 millones de familias monoparentales, de las cuales un millón y medio están conformadas por mujeres y 300.000 por hombres. El 42,9% están en riesgo de pobreza. Hay que recordar que, según datos de la ONG Save the Children, España es el tercer país de la UE con más niños y niñas pobres: 1 de cada 3, es decir, 2,1 millones.

Las consecuencias de la pandemia se están cebando especialmente con este colectivo, en el que las tasas de desempleo son mayores que la media de la población y aquellas que cuentan con un trabajo, suelen ser en condiciones de mayor precariedad.

Carmen Flores, presidenta de la Federación de Asociaciones de Familias Monomarentales, alerta de que «muchas de nuestras mujeres se dedican al sector de los cuidados. Sus empleadores les han dicho que no sigan yendo y que ya verán si les siguen pagando. Estimamos que unas 200.000 trabajan sin contrato y muchas están en situación administrativa irregular, por lo que no se pueden acoger a las ayudas aprobadas”.

Dejar de cuidar personas ancianas por tus hijos e hijas

El viernes 13 de marzo, cuando el Gobierno de Asturias cerró los colegios del Principado, Hannan llevó en autobús a sus dos hijos, de 11 y 4 años, con su hermana que vive en Torrelavega (Cantabria). Ella trabajaba en Oviedo media jornada cuidando a una señora mayor y no podía permitirse perder el salario. Cuando el domingo 15, ya decretado el estado de alarma, fue a coger el autobús de vuelta, le informaron de que no podía trasladarse. En la comisaría de Policía a la que acudió se lo confirmaron. Si no fuese porque su contratadora le sigue pagando mientras es cuidada por sus propios hijos y por los 300 euros que recibe de salario social, no tendría siquiera para pagar el alquiler.

Varada en Cantabria lleva un mes, viviendo en un minúsculo piso además de con sus dos hijos, con su hermana, su cuñado y sus respectivos tres críos. “Él lleva 25 años en España, siempre como vendedor en mercadillos, autónomo. Es la primera vez que no puede trabajar y no tiene ingresos. Pero la da vergüenza pedir una ayuda porque nunca lo ha hecho”, explica Hannan.

A su compatriota Maysoun, también residente en Oviedo y madre de un niño de 3 años, tampoco le ha quedado otro remedio que dejar de trabajar. Los dos primeros días de cierre de las guarderías, se llevó a su hijo a la casa en la que cuida a una anciana desde hace dos años. “Era imposible, es muy pequeño y no para. Se lo expliqué a ella y su familia y lo entendieron». Maysoun echa de menos no ya tener un rato para sí misma, sino esa parcela de vida propia que representaba su trabajo.

Esta mujer de 43 años se divorció del padre del crío a los 5 meses de parir. Con un “era todo muy difícil” queda resumida la situación. Si no fuese porque sus empleadores le siguen pagando, no podría hacer frente siquiera los 80 euros de alquiler del piso de protección oficial en el que vive. “Cuando salgo a comprar o a tirar la basura con el niño me miran mal, como si estuviera cometiendo un delito. Una vez una vecina me gritó que no lo podía sacar, que les iba a contagiar a todos. Yo también tengo miedo, pero no le puedo dejar solo en casa”.

Estar «sola con mi hijo» ya era difícil antes de la COVID-19. “Una vez cogí infección de orina. En el hospital me dijeron que no podía entrar con mi hijo. Les expliqué que no tenía con quién dejarlo. Y nada. Tuve que volver andando, con él de la mano y fiebre, hasta urgencias de mi barrio. Al final me tuvieron que ingresar dos días y mi vecina se quedó a su cargo. Pero ahora ella también tiene miedo. Todos tenemos miedo. Yo no puedo dejar de pensar en mis padres, que están en Marruecos, y allí la pandemia va a ser aún peor”.

Una preocupación que comparte Wendy, una mujer que llegó a España hace tres años huyendo de la extorsión y amenazas de las maras en su país, El Salvador. Su solicitud de asilo ha sido rechazada recientemente, pero tiene la suerte –casi el privilegio para las personas en su situación– de tener un trabajo. Es comercial y repartidora de productos lácteos latinoamericanos y árabes.

Antes de que todo se desmoronase por la pandemia, solía subirse a las 8 de la mañana a la furgoneta, dejar a su hijo de 7 años en el colegio, y recorría la Comunidad de Madrid hasta las 5 de la tarde. Entonces, recogía a Gabriel y, hasta pocos meses antes del estado de alarma, lo sentaba en su sillita en el asiento de atrás, y aún seguía un par de horas o tres repartiendo a sus clientes. “Dejé de hacerlo porque, aunque necesitamos el dinero y Gabriel decía que se lo pasaba muy bien, llegaba muy cansado a casa, estaba sacrificándole demasiado”.

Cuando cerraron los centros educativos por la COVID-19, Wendy se volvió loca buscando a alguien para cuidar de Gabriel. Entonces se decretó el estado de alarma, y su hermana, que también buscó refugio en España por el acoso de las maras, dejó de poder ir a su empleo y se pudo hacer cargo del menor. Wendy no sabe qué hará cuando esta vuelva a trabajar. “Ser madre soltera en mi país sería distinto: mis padres lo cuidarían. Aun así no me arrepiento de haber venido. Yo jamás había podido pasear con mi hijo por la calle, ir a un parque, coger un transporte público… Esa tranquilidad y esa seguridad para él lo compensan todo”.

Cuando la cuidadora enferma

A los dos días de cerrarse las aulas en Madrid, Lola, pseudónimo bajo el que prefiere preservar su intimidad, cayó enferma. No puede saber si era de la COVID-19, pero tenía todos los síntomas. Pasó cinco días en cama y otros cinco muy débil, en los que tuvo que ser cuidada por sus mellizos de 10 años. Dos amigos de esa red de apoyo que tan fundamental resulta para las familias monomarentales, acudieron a su vivienda tomando todas las medidas de precaución, pero una vecina les acusó de estar rompiendo el confinamiento y poniendo en riesgo al vecindario. Ante el riesgo de ser multados, decidieron que una amiga le hiciera la compra y se la dejara en la puerta.

“Los niños pasaron mucho miedo, eso fue lo más duro”, explica Lola. Aun así, subraya que su situación no es de las más difíciles: aunque sus ingresos se han reducido sustancialmente porque es traductora e intérprete simultánea y todos los congresos para los que había sido contratada se han suspendido, pone como ejemplo el caso de otra madre que fue ingresada por COVID-19. Servicios Sociales tuvieron que hacerse cargo de sus criaturas y buscar quién podía acogerles mientras durase la convalecencia.

Las medidas de aislamiento para contener la pandemia han evidenciado ante la opinión pública, como nunca antes en la historia reciente, lo que el feminismo lleva décadas reivindicando: que si hay algo imprescindible para la subsistencia del ser humano son los cuidados, fundamentalmente realizados por las mujeres. Y que sin la red de apoyos en la que normalmente se sustentan (sistema educativo, familia, amistades….) difícilmente pueden desarrollarse en buenas condiciones.

Entre quienes lo sabían bien antes de esta hecatombe vírica, están las familias monomarentales, especialmente aquellas con menos recursos. En opinión de Lola, “la crianza, que exige muchísimo tiempo y energía, debería ser un trabajo remunerado porque es el más importante del mundo: cuidar, no solo de los niños y niñas, sino también de las personas mayores. Las que cuidamos terminamos muy empobrecidas y sobreexplotadas. Echo jornadas en las que duermo seis horas, con la consecuente factura para mi salud”.

Sin políticas públicas de apoyo

La pandemia ha provocado un aumento sustancial de las ofertas de empleo en el ámbito sociosanitario, especialmente en las residencias de personas mayores, en las que ha aumentado mucho la carga de trabajo por la alta tasa de contagios entre sus residentes. Además, parte de su personal habitual está de baja por haberse contagiado y otra, para evitar hacerlo. Muchas mujeres que llevaban años esperando una oportunidad para trabajar, ahora no pueden hacerlo porque no tienen con quién dejar a sus descendientes. La misma razón por la que temen contagiarse y ser hospitalizadas.

“Nos estamos encontrando con mujeres en situaciones muy graves, que no van a pasar cuando acabe el confinamiento porque no van a recuperar sus trabajos inmediatamente”, alerta Carmen Flores, presidenta de FAMS, que junto a otras entidades como Madres solteras por elección lleva años exigiendo políticas públicas de apoyo para este colectivo, como las dirigidas a las familias numerosas, por ejemplo.

Los abuelos y abuelas son un apoyo fundamental para buena parte de las familias en España y trascendental en los casos de las monomarentales, según la mayoría de las entrevistadas. Pero al ser el colectivo más vulnerable a la COVID-19 deben mantenerse aislados. Pese a todo, nos cuenta Flores, hay mujeres que no pueden prescindir de sus empleos, por lo que han tenido que dejarles al cuidado de sus niños, a sabiendas del riesgo para la salud de sus mayores. Trabajar para comer o morir sigue siendo un dilema para muchas familias en el Estado español. Y dejar de comer para dárselo a tus niños y niñas, más aún.

Por otra parte, desde FAMS denuncian que el hecho de que todos los trámites administrativos solo se puedan realizar ahora a través de Internet deja fuera a muchas mujeres que no tienen recursos para contratar una conexión, conocimientos informáticos u ordenadores. Este es otro de los aspectos que preocupa a la Federación: la cantidad de menores que están perdiendo el curso porque no pueden seguir virtualmente el curso. Una razón que aumenta todavía más la zozobra de sus madres.

También son muchas las mujeres que viven con sus críos en una habitación en un piso compartido y que, por tanto, no podrán siquiera acogerse a las ayudas para el alquiler. Un submundo apenas visible, de hacinamiento, miseria y ansiedad, para el que no se han contemplado ayudas y cuyas consecuencias se preven en un futuro próximo aún peores. Aún no somos conscientes de los estragos para la salud mental que están provocando las consecuencias de esta pandemia.

Por ahora, solo cinco comunidades autónomas cuentan con políticas públicas y decretos de apoyo a las familias monomarentales: la Comunidad Valenciana, Catalunya, Aragón, Navarra y Cantabria.

24 horas solos «tú y yo«

“La diferencia de criar sola ahora con antes del confinamiento es que la experiencia es aún más intensa. Es una continua demanda, una sensación de actividad y pensamiento fraccionado. Me pongo a pensar en algo y le tengo que partir una pera. Él lo que quiere es jugar todo el tiempo, pero la intendencia, el trabajo doméstico del mantenimiento de nuestras vidas, se ha incrementado mucho porque ahora no va a la escuela y eso son un montón de horas que antes era cuidado por otras personas”. Ángeles Oliva Díaz es periodista y madre de un crío de casi cinco años.

Para ella, el momento de mayor tensión es ir a hacer la compra y eso que a ella nadie le ha increpado. “La preparación de que se ponga los guantes, la mascarilla, de recordarle que no puede tocar nada ni quitarse un moco (ríe). Estar vigilándole mientras compro en la frutería o en el supermercado…”. De vuelta, a veces, saludan, desde la calle, a los abuelos que se asoman a la ventana. Ya en casa toca quitarse todo, lavarse ambos, desinfectar la compra.

Oliva Díaz, ante la falta de fruterías en su barrio que lleven el pedido a casa, y tras largos debates éticos sobre si era justo hacer la compra online y exponer a un repartidor, terminó encargándola para ella y sus padres. “Pasé días en la lista de espera del Carrefour hasta que conseguí hacerla. Entonces me notificaron que me llegaría el 22 de abril”. Así que la odisea continuará unas semanas. “El miedo no es a que mi hijo se contagie, sino a contagiarme yo. Si me tienen que hospitalizar, ¿quién lo cuidaría?”, explica.

Cuando se decretó el confinamiento, Laura Guijarro no pensó que significaría que «no pudiera salir a la calle sin ser criticada, que fuese a tener que estar 24 horas con el niño en casa, que no podría recibir visitas de amigos suyos –porque al ser hijo único, venían muy a menudo a jugar–. De repente es la nada, todo por pantallas y él y yo solos”.

“Estamos él y yo” o “Es que estamos solos” es una de las expresiones que estas madres emplean cuando tienen que definir su situación. El término ‘madre soltera’, además de retrotraernos a tiempos pretéritos, traslada una imagen de que falta algo, cuando además muchas de ellas lo son por elección. Familia monomarental parece el término más adecuado porque, como explica Lola, “recoge que toda la responsabilidad de ingresos y cuidados recae en una sola persona”.

Guijarro, cuyo exmarido vive en Estados Unidos y ve a su hijo en vacaciones, se identificó como familia monomarental “cuando me di cuenta de que tenía que tomar decisiones continuamente y estaba sola: si le operas porque tiene vegetaciones, a qué logopeda le llevas, si le cambias de colegio a cuál, si te llaman por qué está enfermo y siempre eres tú la que tienes que irte del trabajo… O en mi caso que puedo, adaptar mis horarios permanentemente a los suyos…”.

Pero, sobre todo, una sensación de soledad: “Anoche, a las dos de la mañana, el niño se puso malo: vomitó en la cama, gritaba por el dolor de barriga. Limpias, cambias las sábanas, lloras de cansancio. Te preguntas si debes llevarlo al hospital y exponerlo a otro virus. Pero, ¿y si es grave y te equivocas? La sensación de soledad es la que te marca porque sientes que no hay nadie al otro lado. No puedes llamar a su padre porque no está. A la abuela porque para qué preocuparla. A nadie más porque no son horas…”.

Las madres que cuentan con redes de apoyo (amistades y/o familiares) hablan de ellas continuamente. Son quienes permiten que la familia siga a flote. Quienes no, como Maysoun o Hannan, que suman además condiciones laborales de mayor precariedad, las que peor lo están pasando.

Además, el confinamiento empieza a tener efectos en algunos niños, niñas y adolescentes. “Mi hijo llora a veces a la hora de irse a dormir, que ahora es mucho más tarde y le cuesta. Hay amigas que me cuentan que sus hijas, de 9 años también, tienen las típicas rabietas de los 2”, relata Guijarro, que observa cómo la pandemia también está teniendo consecuencias diferentes por razón de género.

“No conozco a ningún hombre en nuestra situación de familia monomarental. Claro que los hay, como divorciados, pero muy pocos con la custodia completa. Al final, esta crisis se ceba más con los colectivos más vulnerables, como las mujeres. De todas formas, no sé si en los barrios más ricos se da este control. Al final las madres solteras somos parte de los considerados ‘desviados de la sociedad’, como los inmigrantes en situación administrativa irregular, las personas sin hogar…”, reflexiona.

“La crianza es durísima. Ser madre supone una renuncia a tu vida como era antes, por toda esa demanda de atención y cuidados, pero la clave está en abrazar lo bueno de esta otra vida que tiene cosas fascinantes, emocionantes, y que no cambiaría por nada”, explica Ángeles que como periodista sabe bien la importancia del relato. “Yo le explico que no tiene papá pero sí abuelos, tíos, amistades y todo ese amor que le rodea. Lo malo es no tener referentes, modelos cercanos, que los cuentos no representen a familias que no sean la heteronormativa”.

Pese al cansancio y preocupación de estas semanas, Guijarro sospecha que cuando vuelvan a las aulas “la separación va a ser también un duelo, por todo el tiempo que hemos pasado solos juntos”.

Acabamos esta entrevista telefónica, como todas las otras, porque al otro lado un niño o una niña reclama atención, cuidados, cariño, amor. Con una paciencia infinita, como la que están demostrando en estas semanas de confinamiento.

Fuente: https://www.lamarea.com/2020/04/13/familias-monomarentales-confinamiento-covid/