RUDA

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Comenzar una nueva civilización

Por: Ana Cosenza

A mediados de mayo me encontraba trabajando de cocinera en un velero turístico que recorría el caribe beliceño. Nuestra rutina semanal incluía recoger pasajeros, y llevarlos a conocer las paradisiacas islas de esta hermosa esquina del mundo. Aprovechábamos tanto el día a día que rara vez entrábamos en conexión con el resto del mundo a través del internet. Las noticias de un virus en china parecían irrelevantes; no fue sino hasta la cancelación de todos los viajes que teníamos programados que entendí la gravedad de la situación.

Me encontraba en un pequeño hostal donde usualmente recogíamos a nuestros pasajeros, presenciando el caos; una docena de europeos corría de arriba para abajo en total pánico, recibiendo notificaciones de sus embajadas para cruzar el Atlántico en busca de salvación. Había lágrimas de viajes cancelados e insistentes llamadas coordinando los últimos vuelos que saldrían del país.

Yo apenas entraba en cuenta que las fronteras se habían cerrado y estaba arraigada en Belice sin trabajo ni hogar, cuando la dueña del hostal me preguntó si conocía a alguien dispuesto a vivir solo en una isla privada y cuidar de un cerdo. Sin mayores preguntas, levanté la mano y algunas horas más tarde cruzaba el horizonte hacia el pedacito de tierra que ahora llamo hogar.

Como fanática consumidora de películas del fin del mundo, el panorama global se sentía extrañamente familiar. Desembarqué con dos gallinas, plantas de papaya, arpón de pesca y suficientes semillas para comenzar una nueva civilización.

La isla tiene dos cabañas y una playa hermosa pero carece en las noches de electricidad, o sea que no hay refrigeración, ventiladores ni agua corriente (debo llenar botellas desde las cisternas que coleccionan el agua de lluvia). Tampoco cuenta con inodoros.

El cerdo resultó ser enorme y los gruesos pelos del lomo así como sus colmillos gigantescos son vestigios de su genética heredada de jabalís salvajes. Al contrario de la mayoría de cerdos adultos (tiene 5 años) criados por humanos, le cuelgan dos testículos que lo vuelven muy sensible a mis ciclos hormonales; hay días enteros que no me deja salir de la casa.

Al día de hoy he vivido en esta isla nueve semanas y en resumidas cuentas ha sido una experiencia intensa y muy particular. La soledad ha resultado un gran maestro, capaz de silenciar la mente y avivar el corazón.

Desde aquí entiendo por qué los monjes escalan las montañas en busca de iluminación. La falta de distracciones hace evidente todo lo que es verdaderamente esencial. Ver los ciclos de la naturaleza; extrañar la compañía; agradecer cada bocado de comida; aligerar la mente; vivir con pocas cosas; agradecer la lluvia; escuchar el mar; tomar el sol con las iguanas; apreciar el silencio; respirar profundo.

Perseverar en busca del balance y la armonía bajo el ritmo del corazón. Llevar la gratitud como bandera frente a la vida. Despertarse temprano para aprovechar cada día y permitir descubrir que sí se es feliz con poco, nunca se necesita de mucho.