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Britney Spears y la locura

Fotografía: Semana

Por: Catalina Ruiz-Navarro

Cuando Britney Spears fue nombrada la “princesa del pop” era una de las artistas más reconocidas del mundo, tenía fama, talento y una carrera meteórica. Y también era víctima de una fiera misoginia, que en los dosmiles se consideraba algo normal, pues hace apenas 10 o 15 años los medios de comunicación no tenían empacho en llamar entretenimiento a la burla pública de las mujeres.

Otras famosas como Lindsay Lohan y Paris Hilton recibieron el mismo trato. Eran tiempos en que se hablaba mucho del empoderamiento de las mujeres, pero si te tachaban de promiscua, superficial, bruta o loca, eso bastaba para justificar la deshumanización absoluta.

Britney se ganó el mote de “loca” cuando, en un momento de desesperación y azorada por la persecución de los paparazzi, se rapó la cabeza y rompió los vidrios de un carro con una sombrilla. En retrospectiva, parece una reacción hasta razonable después de aguantar décadas de explotación y cosificación, y Britney jamás hizo algo que pusiera en peligro la integridad física o mental de nadie. Sin embargo, la nombraron “loca peligrosa” porque dejó de bailar y sonreír como una buena marioneta y se rapó la cabeza: se salió del script que el mundo del espectáculo tenía preparado para ella y entonces se dijo que estaba “fuera de control” (fuera del control del patriarcado).

Todo esto fue la tormenta perfecta para que su padre, el patriarca, tomara control de la vida de la artista, como pudo verse en la audiencia pública de la semana pasada donde Britney habló sobre el nivel de poder absoluto que tiene su padre, al punto de manejar su vida reproductiva con un dispositivo intrauterino que no le permite quedar embarazada, implantado en contra de su voluntad.

En Estados Unidos, muchas personas comentaron que cuando un hombre muestra públicamente un episodio de crisis de salud mental, como sucedió el año pasado con Kanye West, no pierde control ni de sus finanzas ni de su vida y no lo declaran legalmente incapacitado. Y es porque hay una tradición patriarcal de usar el diagnóstico de la locura para controlar a las mujeres. El ejemplo más célebre es el de la histeria, que “en la era victoriana fue el diagnóstico habitual de un amplio abanico de síntomas, que incluían desfallecimientos, insomnio, retención de fluidos, pesadez abdominal, espasmos musculares, respiración entrecortada, irritabilidad, fuertes dolores de cabeza, pérdida de apetito y ‘tendencia a causar problemas’”. Es decir, era un diagnóstico médico arbitrario que se usaba para incapacitar a mujeres por un sinfín de motivos, desde acaparar sus fortunas hasta castigar una infidelidad.

Esto hace que para las mujeres sea muy peligroso hablar públicamente de sus problemas de salud mental. Como muestra cruelmente el caso de Spears, si te nombran loca, puedes perder hasta el uso legal de tu nombre. Las mujeres que habitan la neurodiversidad son estigmatizadas doblemente y esto las deja más vulnerables y les impide buscar ayuda.

El caso de Britney Spears es importante, por un lado, para el movimiento de los derechos de las personas con discapacidad, que con frecuencia pierden sus derechos sexuales y reproductivos, y, por otro lado, para las feministas, pues sus crisis mentales son consecuencia de décadas de misoginia sistemática en que fue sexualizada e infantilizada al mismo tiempo. La libertad, para Britney Spears y para todas las mujeres que han sido proscritas, controladas y anuladas por ser tildadas de locas, es lo mínimo, un reconocimiento básico de su humanidad.